Recuerdo a Teresita Crespo de Salvador, en las sesiones a las que asistió desde su pertenencia a la Academia Ecuatoriana, siempre con una sonrisa de alegría, como una niña que hubiera recibido todo el amor del mundo; irradiaba gozo íntimo, seguridad y modestia, y era generosa en sus juicios con todos, sobre todo.
Su vida, iluminada por la poesía que gravitaba en el paisaje de ríos y sauces de nuestra natal Cuenca, deja en quienes la conocimos esa huella de vitalidad interior que se trasluciría en preciosos cuentos infantiles: Ana de los Ríos, Mateo Simbaña, Pepe Golondrina. Su novena navideña permitió revivir, en torno a la promesa del niño por nacer, la vieja tradición de rezos y plegarias sencillas, de reuniones familiares previas a esa Navidad, de zapatos al pie del nacimiento e ingenuos villancicos de melodio en Santo Domingo. Todo era en ella como volver “a esos días azules y ese sol de la infancia” que evocaba en Collioure, huyendo de la guerra y ya tan cerca de su muerte, Antonio Machado.
Cuando ella ingresó como miembro numerario de la Academia Ecuatoriana, eligió para su disertación la personalidad sabia, profunda, andariega y mística de la sin par Teresa de Jesús… Reproduzco un párrafo suyo sobre la insigne mística española: “La infancia de Teresa fue una niñez rica en amor y alegría. Alternaba su permanencia en la ciudad con temporadas en la finca de Gotarrendura. ¡Cómo gozaba la niña soñadora en el campo, acompañada por sus hermanos de todas las edades! ¡Los grandes viñedos que rodeaban la sobria casona de líneas elegantes; los campos de Castilla, requemándose a lo lejos y todo ese paisaje de grandes horizontes le invitaban a dejar suelta la imaginación! La intimidad con su padre, que la prefería porque era alegre y de gran corazón, y el contacto con la gente sencilla hacían de sus estancias campesinas, temporadas que iban formándole firme y sensitiva, impetuosa y fina, apasionada y amable”… Palabras sobre la niñez de la inefable mística que evocan el sustrato del existir de Teresita Crespo; ella, hasta el fin, llevó en el corazón su infancia rica, abierta. No es extraño que de cuanto escribió, nos quede la honda llamarada de sus cuentos infantiles que, por su gracia y sencillez, permanecerán como irrenunciable don. Su esposo, el también académico de número, historiador y escritor Jorge Salvador Lara, formó con Teresita una familia de unión ejemplar.
Leí con cierta dulce curiosidad su novena al Niño Jesús. De ella extraigo dos súplicas que definen el íntimo vigor de la académica: “Que no nos endurezcan las comodidades, ni nos volvamos áridos con el bienestar”. “Que nos contentemos con las cosas humildes, que no ambicionemos palacios y que sepamos encontrar en la naturaleza la bondad de tu mano, señor”.