¿Esto es vida?

Háganse la película. Cuatro vecinos en el 'lobby' de un edificio de un barrio residencial; hablando de la tediosa vida de condominio. De repente, dos ruidos secos –como de un choque de autos– interrumpen la conversación, y a los pocos segundos se escucha al guardia gritar que afuera hay una persecución. O sea que no es un choque, es una balacera. Son las siete de la noche de un jueves cualquiera, en Quito.

Al siguiente día de mi primera balacera, mientras dejo el auto estacionado me doy mentalmente la siguiente instrucción: si me llaman por teléfono mientras estoy caminando por la calle no tengo que contestar, no tengo que contestar... Pero a medida que repito mi 'mantra' me doy cuenta de que estoy paranoica y que, desde hace rato, a esto ya no se le puede llamar vida.

¿O ustedes creen que dar por descontado que, más tarde o más temprano, uno será parte de las estadísticas de la violencia es normal? Sobre todo no lo es cuando con nuestros impuestos pagamos para tener seguridad.

No sé cuál sea su método para poder salir a la calle con sus documentos, pero yo manejo con la cartera metida debajo de las piernas, como medida artesanal para evitar el 'bujíazo' en la ventana. Ah, y para curarme en salud de la osadía de salir con cartera, me han dicho que debo llevar al menos unos 60 dólares, no vaya a ser que igual me asalten en cualquier semáforo o en la media cuadra que me toque caminar y el ladrón me encuentre 'limpia'; porque ahí sí me puede matar o por lo menos propinarme una paliza.

También estoy advertida de que si salgo con tarjetas de crédito o débito será completamente mi culpa si me hacen un secuestro exprés, y me llevan de tour por todos los cajeros de la ciudad.

Y aunque prefiero no hacerlo nunca, hay imponderables y confieso que a veces he cogido un taxi en la calle, el primero que pasó... Por decir lo menos, esto se ha vuelto el equivalente a practicar un deporte de alto riesgo.

Con este atado de restricciones, imagínense lo huraña que soy cuando no estoy en confianza. O sea, pobre de aquel desconocido que me pregunte la hora o una dirección; le digo, secota, que no sé. Y si se me acerca a medio metro soy capaz de salir corriendo.

No les digo ya lo que hago cuando veo un blindado cerca... Si puedo me estaciono y si no, desacelero hasta perderlo de vista; como asaltar blindados está de moda, no quiero darle al destino la oportunidad de que me alcance una bala perdida.

Tengo algunas manías más, pero les ahorro la fatiga. Solo permítanme el último desahogo: hay que ser un mangajo (es decir alguien despreciable) para tener la cara de palo de salir con un micrófono a decir que Quito es la ciudad del buen vivir. Aunque claro, talvez si comparamos con los Balcanes en los años noventa, quizá sí, quizá esto sí sea vida.

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