Escribo a sabiendas de que voy por la vida etiquetada de mentirosa. Arriesgándome a hablarle sin que usted me crea una palabra. Y, ¿por qué no me cree? Porque soy periodista, y eso para el imaginario colectivo revolucionario es lo mismo que decir soy mentirosa.
Esta reputación nos la hemos ganado mis colegas y yo a fuerza de persistir en los errores, que estoy segura -porque trabajo en una redacción- no son de mala fe. Claro que estoy consciente de que eso no nos exime de la responsabilidad (pero eso es material para otra columna).
Y antes de que se diga que lo que escribo obedece a un espíritu de cuerpo, de entrada aclaro que no es así. Durante un año escribí una columna, en el semanario Siete Días que este Diario publica los domingos, que hacía una lectura del tratamiento que los cinco diarios nacionales habían dado al principal tema noticioso de la semana. Créame, después de cada columna publicada eran menos quienes me sonreían en la redacción.
Pero concentrémonos en el punto que el periodista francés Benoit Hervieu, de Reporteros Sin Fronteras, trajo a colación en un conversatorio entre un abogado, un economista y un montón de futuros mentirosos (léase periodistas). Benoit nos hizo caer en cuenta de que cada error que cometemos es interpretado implacablemente como una mentira intencional.
La interpretación del error no queda ahí; un cerebro con la habilidad y la paciencia de un orfebre se ha dedicado a difundir a través de dos canales de TV y al menos 90 radios, cada sábado, que esos errores son mentiras (en la acepción de “expresiones contrarias a lo que se sabe”) y que, por lo tanto, quienes mienten sistemática y deliberadamente no pueden gozar de ninguna credibilidad.
Así la mesa queda servida para probar el plato único del menú: la verdad oficial. Pero los comensales van más allá. Incluso si no hay error -menos mentira-, si emisor y receptor solo no ven la vida a través del mismo cristal, el emisor será tachado de mentiroso.
Por eso pasan cosas de este tipo: un funcionario de un gremio da una declaración inocua sobre un tema más bien ‘light’. Luego a él no le parece que lo que es una tendencia mundial debió publicarse, porque cree que perjudicará su negocio. Envía una carta exigiendo que se desmienta lo dicho, porque para él eso es una mentira, y si no se transcribió literalmente todo lo que dijo (supongo que con mala construcción gramatical también, si ya nos ponemos literales) le están sacando de contexto.
La furibunda misiva conmina a los mentirosos a rectificar de inmediato o de lo contrario acudirá a otros medios de comunicación a denunciarlos.
En fin, la estrategia es maestra. Cada vez son más quienes se adhieren a la versión oficial de que todo error o divergencia es una mentira. Es penoso y es cierto, aunque usted no lo crea…