No se cansaba nunca de repetirlo: no quería ser recordado como Nelson Mandela, el mito, sino como Nelson Mandela, el hombre. Madiba.
Pero no será así. Hoy, un mundo hambriento de héroes y ávido de historias que sirvan de inspiración se despide de Nelson Mandela y conmemora lo que significó para Sudáfrica y para el resto del planeta. Un verdadero ícono global.
Pocas personas han tenido el privilegio de que, en vida, su nombre se convierta en una metáfora universal del perdón, de la reconciliación, de la lucha por la democracia y la igualdad. Incluso con sus fallas (que las tuvo), quedará para siempre en el panteón con figuras como Mahatma Gandhi, la madre Teresa, Martin Luther King y un puñado más.
Hoy, en la despedida, los elogios son interminables; la admiración, universal. Pero en tiempos de líderes que muchas veces parecen trabajar sólo para perpetuarse, uno de sus mayores legados fue su decisión de no permanecer en el poder, de dejarles el lugar a otros.
Si había alguna persona en el mundo, y particularmente en Sudáfrica, que tenía las credenciales y la oportunidad de embarcarse en una campaña para instaurar un culto a la personalidad y aferrarse al poder, era él. Pero hizo lo contrario. Su mito se agigantó porque murió años después de haber demostrado que no estaba dispuesto a sucumbir a las tentaciones del poder y la riqueza.
En un continente en el que los presidentes vitalicios son mucho más la regla que la excepción, sentó un precedente. Más de 60 años de lucha le costó derrotar el apartheid y encumbrarse como el primer presidente democrático de Sudáfrica. Pero no se aferró al lugar por el que tanto se había sacrificado: para él, cinco años fueron suficientes.
Sólo con el gesto de negarse a buscar la reelección demostró visión y sabiduría, al inyectar confianza en el complejo proceso político que atravesaba su país, y en la democracia misma.
La dinastía Kim en Corea del Norte, los Castro en Cuba, Robert Mugabe en Zimbabwe, Hugo Chávez en su momento en Venezuela, Alexander Lukashenko en Belarús, Islam Karimov en Uzbekistán… La lista es interminable, no sólo en África, sino también en Asia y América latina. Son los líderes que consideraron (o consideran) que la única forma de “salvar ” a su pueblo es perpetuándose en el poder.
Cualquiera que haya participado de un encuentro o un acto con Mandela difícilmente olvidará la experiencia: a pesar de su edad, bailaba, reía, cantaba, y hablaba con ese tono suave, firme, carismático. Pero, más que nada, apelaba a su sonrisa, la misma que es omnipresente en Sudáfrica en remeras, tazas, banderas, billetes y todo tipo de suvenires.
Justamente esa sonrisa constituía un mensaje en sí mismo para los sudafricanos, el recuerdo de que no guardaba rencor ni amargura. Porque Mandela era, por sobre todo, un pragmático. En la cárcel supo que un acuerdo con sus propios carceleros era lo único que podía evitarle a su pueblo un baño de sangre o la balcanización de Sudáfrica: era un político con visión de futuro, un estadista como pocos. Lo dijo John Carlin con claridad: Mandela usó el perdón como arma política.