¿Soy yo el único que piensa que el país está estancado, cómodamente estacionado en reversa y rezando a manos juntas para que el precio del petróleo no baje? En realidad, creo, se siente un ambiente general de letargo y de paralización, que a veces bordea el desasosiego. Nada se mueve si el poder político no lo dispone, si desde las más altas cumbres no se da la orden apropiada. Así, todo en la República del Ecuador depende de las oscilaciones de la política, de los vientos -no siempre frescos- de los gustos y voluntades del poder. No hay nada de revolucionario en este régimen de caprichos y deseos, de órdenes a rajatabla, de unilateralismos.
El estancamiento se nota en todo y se huele en cada esquina. No hay ningún bonachón en este mundo que nos preste plata para construir siquiera lo más elemental: infraestructura eléctrica, por ejemplo. Décadas después de presentado el problema, seguimos dependiendo de los vericuetos y antojos del clima para que haya luz eléctrica. Digan lo que digan las autoridades y las estadísticas oficiales, muy poca gente (cada vez menos, parece) tiene la intrepidez y el pelo en pecho para poner dinero e invertir en el país. Y los que tienen el arrojo -con cierta dosis de aventura- de invertir se arriesgan a pasar por asambleas constituyentes crónicas y de facultades omnímodas, por constantes refundaciones y reinvenciones del país, por volátiles leyes tributarias, por rocambolescas leyes laborales, por “revisiones” de los contratos’
La parálisis no se limita solamente a los aspectos coyunturales y económicos sino que, quizá con algo de exageración, toca casi todos los aspectos de la vida diaria. Mientras los países vecinos -muchos de los cuales tienen problemas de violencia más graves que los nuestros- se destacan en materia literaria, por ejemplo, nosotros seguimos enfrascados en la literatura con afanes políticos, en las soporíferas novelas sobre la lucha de clases, admirando a los intelectuales comprometidos y militantes. Concebimos a la literatura como otro vehículo más de combate, de reivindicación, en vez de un producto estético. Los escritores de los países de al lado aparecen con regularidad en los periódicos y en los perversos medios de comunicación de medio mundo, independientemente de su signo político. El suplemento literario del diario El País (Madrid), por ejemplo, le acaba de dedicar un espacio generoso al escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. Otro colombiano, William Ospina, ganó el Premio Rómulo Gallegos el año pasado y su coterráneo Fernando Vallejo en 2003.
¿Somos el fin y el principio del universo conocido y explorado, hay algún mundo más allá de nuestro propio ombligo y de nuestras narices?