Estallan las paredes

Escribo desde Bogotá, una de las ciudades más caóticas y bellas -en términos humanos- que he conocido. Los contrastes son bárbaros, desde los barrios de El Bronx y El Cartucho cerca del Palacio de Nariño, desmantelados por las autoridades debido a la extrema violencia, y otros, como Chapinero, en donde se conjugan el “desmán” de sectores populares y pobres, y la custodia militarizada de lugares del gran afluencia económica. De un modo u otro, la violencia, el terror, el terrorismo, tanto nacional como urbano es un tema y una vivencia con las que te encuentras en el diario vivir, en el noticiero televisivo, la prensa, el runrún del chisme, la literatura o las artes. “Locombia” no deja de ser una metáfora que traduce todo esto. Y nadie se explica por qué exactamente aunque muchos intentan definirla desde la accidentada geografía, el narcotráfico, o la sangre caliente. Para Foucault solo Bogotá hubiese sido el gran laboratorio de su monumental obra “Vigilar y castigar” (primera edición francesa en 1975).

Si pasas unos días y das el paso de vivir la ciudad más allá del turismo de rutas y placeres controlados por los medios que brindan “seguridad”, la ciudad cultural se desdobla desde los más recónditos e insospechados lugares de las artes tradicionales o contemporáneas para invitarte a comprender –y comprenderse- la violencia, lo violento.

Y en medio de una producción cultural nutridísima, que bastara para ser una ciudad notoriamente visitada por propios y ajenos, uno de los medios que más éxito ha tenido en tocar de forma abierta y honesta el problema, ha sido el de las artes escénicas.

Y a esto voy. Acudo al Teatro Jorge Eliécer Gaitán en pleno centro de la ciudad. Se descorre el viejo telón y empieza la obra “Cuando estallan las paredes” del director y escritor Fabio Rubiano. Es la historia de un atentado o varios hacia una poderosa familia Lombana cuyos rasgos de tradición colonial se hacen evidentes por alguno que otro traje, por el servilismo, la familia ultra nucleada, la presencia de la Iglesia Católica, representada por la “Hermana Lara”, loca y desbocada. El terror ingresa desde los personajes exteriores en la familia, mas el terror es parte central de la familia. Un padre dominante, ajeno, proveedor; una hija anoréxica y débil; un hijo joven homosexual perdido en el placer; una madre de risa estrepitosa, alcohólica, que hace de hilo conductor de la trama.

Lo interesante es que se explora la violencia y el terror no solo como un motu externo sino como un operativo interno. “Aquí todos matan”, los de fuera y los de dentro, a balazo limpio o con el silencio y la desaprobación permanentes. Fuera de bambalinas, el nocturno viento frío se te cuela por el cuello y terminas reflexionando sobre las formas de violencia que hemos inventado. Magnífica puesta en escena.

akennedy@elcomercio.org

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