Así nos pasamos la vida, esperando o desesperando, fijando los ojos en un horizonte que unas veces se aleja y otras se nos cae encima. Lo cierto es que no siempre estamos preparados, quizá por ello los cambios nos cuestan tanto, nos cuesta tanto alimentar una esperanza que sea, realmente, liberadora.
La Iglesia vive de esperanza y debería ser experta en trazar caminos y adelantar futuros. A veces vivimos mirando hacia atrás, anclados en miedos y fantasmas que poco nos ayudan a ser nosotros mismos, a asumir nuestro compromiso, a crecer como personas.
Pienso en estas cosas a raíz de la renuncia de Benedicto y ante la inminente elección del nuevo Papa. Renunciar es un acto humano y, al mismo tiempo, un acto de fe. Se necesita tener las ideas claras y saber quién es el Señor de tu vida para hacerte a un lado y abrirte con tanta serenidad. Y elegir es también un acto humano (incluso político), pero, a la luz de la fe, es ciertamente algo más.
Los cardenales se fijarán en las cualidades humanas, en la formación y en la sabiduría de los papables. También en la edad (¿un Papa de transición?, ¿un Papa más permanente?) y en algo más, que no es un tema menor en los tiempos que corren… Se fijarán en la capacidad mediática y carismática de alguien que está llamado a ser líder a nivel planetario, a tratar de tú a tú con los poderosos del mundo. A sentarse a su mesa y tocar sus conciencias. Los cardenales saben la importancia de estas cosas, pero saben también que no son suficientes… En la fe de Jesús y en la tradición milenaria de la Iglesia se necesita algo más.
En el trasfondo de la elección tiene que estar el rostro del Santo, de Jesucristo nuestro Señor. En medio de las tensiones, de las alianzas y de los oropeles del mundo lo que al Papa se le pide es que transparente la presencia del Resucitado: con su palabra profética, con su libertad de conciencia, con opciones verdaderamente éticas a favor del planeta, de los jóvenes, de los pobres… a favor de la dignidad de los hijos de Dios.
Si algo nos ha legado el anciano Papa Emérito es este amor a una verdad digna, capaz de salvar al hombre de la iniquidad y del relativismo moral. Hoy, la gran tentación (especialmente desde el poder de los medios, de la tecnología y, sobre todo, del poder) es construir un mundo a la medida de los intereses inmediatos de las personas, de los sistemas o de los intereses macroeconómicos y políticos. La persona, su dignidad y su libertad, no es siempre lo que importa.
Una Iglesia que anuncia a Jesucristo no puede vivir de espaldas al dolor del hombre, al derecho y a la justicia. Al contrario, le toca anunciar y denunciar, alentar e inquietar, escuchar y dialogar… aún al precio de ser incomprendida o perseguida.
El hombre que se asome al balcón de la plaza de San Pedro sabe que sus palabras y sus gestos serán observados bajo la lupa de la esperanza de millones de hombres y de mujeres que necesitan ser confirmados en la fe y en su dignidad humana.