De la vida de la selva pasó a la vida de la miseria. Se cayó de un árbol de guabo. Se rompió la columna. Le llevaron a Quito. En el hospital era nadie. No era wao. No de los que se conocen en marchas, musculosos y guerreros. Ahí, en Quito, uno más. Sin nombre. Hoy está inmóvil. Ahora vive en una casita en Coca. Se puso mal. Le dio una infección. Le llevaron a Quito nuevamente. Le operaron. Quería morir. ¡Para qué vivir así!, con un bono por aquí… con otro por allá, con un colchón regalado más allá, con mil necesidades insatisfechas.
Mario es el mayor ejemplo del abandono. Es el mayor ejemplo del maltrato al pueblo waorani, a quienes el petróleo, la madera, la falta de educación, la falta de integración a la sociedad nacional, volvieron tan frágil. Antes guerreros, hoy, mendigos de la sociedad, cazadores sin presa, recolectores en árboles sin frutos, salvo alguno que otro recurso venido de petroleras, ONG y ahora, ministerios. Gentes de mano extendida que deambulan por Coca pidiendo para la comida, para el hospedaje, para el avión, para el hospital, para medicina…
Mario. Buena gente. Ahora inválido. Sin moverse. Esperando la muerte cubierto con un toldo mientras Sofía busca quien dé para la comida de hoy. Y talvez, para la de mañana, ahora sin selva, en una casita de bloque, con las niñas correteando mientras a su padre hay que virarlo, 2 días de un lado, 2 días de otro, 2 días bocabajo.
Qué dirían Alejandro e Inés hoy, a 24 años de su muerte, viendo a su querido pueblo waorani así, vuelto nada. Ellos, que murieron entre los pequeños. Los ninguneados. Los ignorados. Sus cuerpos clavados a la tierra con enormes lanzas de chonta. Qué diría él hoy, que tanto empeño puso en que no se les llame aucas (salvajes), que pedía a gritos que se respete su territorio, su cultura, su condición y sobre todo, su dignidad. Muchos se preguntan si esas muertes fueron en vano. En esos tiempos, igual que hoy, se decía que no había evidencias de presencia de pueblos ocultos en la selva. Ellos demostraron lo contrario. La muerte de Alejandro e Inés corroboró que existían, que defendían a lanza su territorio, que eran guerreros, que tenían mujeres, hijos, que vivían escondidos entre la fronda, que tenían historia, pasado y, talvez, futuro.
Muchos se preguntan si su muerte fue inútil. Algunos creemos que no fue inútil. Que hoy, y por lo pronto, el lugar de su muerte marcó la frontera petrolera y la extracción no avanzó más. Que hay leyes que los protegen, aunque éstas no se cumplan.
Dicen, porque aún lo dicen, que las evidencias de su presencia no son tales. Hoy no hay quién, como ellos, vayan a demostrar lo contrario. Sin embargo, la semilla de su sangre en la selva ha quedado en su ejemplo, en su recuerdo, en su lucha, y en la rabia que produce ver al pueblo waorani en el espejo de Mario, de Sofía, de muchos como ellos, tan desvalidos, sin selva, sin bosque, sin lanza, sin nada.