Lo que sus hombres fueron escribiendo son, en último término, las cartas de presentación de un país, de una nación. La demostración de que ha existido y existe, y su trayectoria es una línea de pensamiento, producto de una circunstancia, que se ha mantenido en el tiempo. Lo señalado bien puede definirse como el camino que le llevó a un pueblo a definir su identidad. Se trata de un ejercicio intelectual que no concluye nunca en tanto un pueblo existe, y en el que cada escritor va enriqueciendo aquella identidad con nuevas aportaciones. Por ello, todo escrito tiene un valor intrínseco aparte de cualquier otra consideración.
Historiadores, literatos e investigadores científicos, todos contribuyen a definir la identidad nacional. Lo hacen desde los más variados puntos de vista, guiados por los más diversos sentimientos y estímulos. Sin embargo, en su producción hay algo en común, algo que los identifica: la circunstancia, siempre única, insoslayable, omnipresente.
No me cabe la menor duda que con el último escritor que tuvieron concluyó la historia de los pueblos que desaparecieron. Ya no daban para más. La última batalla, en la que fueron liquidados, los dejó en situación de no levantar la cabeza. Fue apenas el golpe de gracia. Hace tiempo que agonizaban. Aquella batalla que la historia registró fue relatada por los vencedores, entre quienes abundaban los escritores. Uno de los indicadores más sensibles de la pujanza de un pueblo es la producción escrita de sus gentes, en humanidades y en ciencias.
¿Qué de extraño resulta que uno de los indicadores que definen el subdesarrollo y la vulnerabilidad de un país sea la situación de sus bibliotecas y de sus archivos? Son ‘republiquetas’ que no contaron con estadistas que comprendieran que la defensa nacional estaba dada tanto por sus Fuerzas Armadas como por sus escritores.
De mente también subdesarrollada los que creen que los imperios, y el imperialismo, son productos de mentes perversas y no del empeño, a ser calificado, de generaciones y generaciones por imponerse en el mundo. Sabían lo que hacían: cuando los gringos invadieron México se fueron llevando toda letra impresa que encontraban. De todos nuestros países admirables bibliotecas privadas pasaron y pasan a los abarrotados centros de información de EE.UU. Y no solo en América. El Imperio Británico se ve reflejado en todo el poder que tuvo con solo visitar la Wellcome Collection de Londres. Información de los países ‘conquistados’, o a ser conquistados, arma secreta de los imperios.
¿Estadistas en Iberoamérica? Pocos. Obra sobresaliente de Enrique Ayala Mora, cuando fue rector de la Universidad Andina Simón Bolívar, la estupenda Biblioteca Eugenio Espejo. Con Ayala Mora habrá llegado a la Presidencia de la República un estadista.