Placer para la vista y la inteligencia ha sido el viajar a través de las páginas del libro publicado por Afese y titulado “Diplomáticos en la literatura ecuatoriana” (2014). El libro presenta una galería de personajes de nuestras letras y quienes, además, fueron notables figuras de la diplomacia de este país. En una hora en la que incomprensiblemente cunde cierto desdén por la noble carrera diplomática, la publicación de esta obra resulta oportuna y acertada no solo por lo que dice y muestra, sino por lo que sugiere: la alta calidad intelectual y humana de aquellos que, en calidad de embajadores, representaron al Ecuador frente al mundo. En cada época y circunstancia, ya en los disipados días de paz o ya en los eventuales de la amenaza bélica, el Ecuador siempre estuvo representado en los foros internacionales por los mejores hombres que tuvo en cada uno de esos momentos.
De tantos esclarecidos nombres que en este libro se evocan solo unos cuántos citaré ahora: José Joaquín Olmedo, Honorato Vázquez, Leopoldo Benites Vinueza, Jorge Carrera Andrade, Alfonso Barrera Valverde… Y la lista es larga por lo que bien haría el interesado en el tema saciar su curiosidad consultando las ilustradas páginas del libro que comento. Allí encontrará otros nombres y con ellos, rostros, biografías, palabras literarias; en fin, vidas intensas, vidas que se consumieron en el servicio de las grandes causas del Ecuador, vidas que ardieron en la secreta pasión que impulsa a todo creador literario, fervores de un poeta, artificios de la imaginación y el intelecto de un narrador o un ensayista.
La experiencia muestra que el cultivo de las letras y la carrera diplomática no son para nada caminos divergentes; con frecuencia se aúnan en una sola vida volviéndola más honda, más fecunda y más plena también. En la valija del escritor-diplomático no solo viajan los informes políticos y comerciales que está obligado a realizar, sino también algún poema escrito entre un viaje y otro, quizás el manuscrito de una novela en ciernes.
Entre escritores y diplomáticos hay algo en común: el ponderado uso del lenguaje. Cada quien lo emplea en función de un objetivo: convertirlo en instrumento para afianzar la paz y el buen entendimiento entre pueblos distintos, en el un caso; medio de expresión del arte literario, en el otro. En ambos casos, la palabra medida y sopesada está al centro. De sus experiencias como embajador de Florencia, Nicolo Maquiavelo extrajo su peculiar visión de la naturaleza humana y del poder político. Jorge Carrera Andrade no habría escrito la obra que escribió si es que no hubiese mirado el mundo desde las ventanas de Le Havre, París o Yokohama. La historia del país no la hacen los inquilinos de la política, la hacen los pueblos y la escriben aquellos que desde la cultura conservan la memoria colectiva e interpretan los anhelos y frustraciones de esos pueblos.