Marco Antonio Rodríguez acaba de publicar un libro titulado “Solo de mujeres” y en el que ha entregado su talento de escritor y su bonhomía (esa forma de honradez bondadosa) para acercarse y entender la obra y la vida de 13 pintoras. A lo largo de páginas lujosamente ilustradas comparecen 13 mujeres, todas ellas con una obra pictórica consolidada aunque no siempre lo suficientemente conocida. Ellas son: Leonor Rosales, Germania Paz y Miño, Eudoxia Estrella, Araceli Gilbert, Margot Ledergerber, Carole Lindberg, Pilar Bustos, Dayuma Guayasamín, Ana Fernández, Paula Barragán, Sandra Fernández, Larissa Marangoni y Doina Vieru.
El autor hace gala de una refinada sensibilidad para entender el arte, cualidad ya confirmada en otras publicaciones suyas. En “Solo de mujeres”, Marco Antonio entra en la vida de cada una de estas artistas, las visita, dialoga con ellas, observa sus obras, descubre tendencias, relaciona ideas y estilos, se entusiasma y se enriquece con este ejercicio, cosecha nuevos conocimientos que, luego, los resume en sazonadas páginas que pasan a formar parte de este libro en el que comunica su excepcional experiencia.
Así como es impropio tildar de “arte masculino” toda obra que surge de las manos de un pintor, también sería inadecuado calificar de “pintura femenina” aquella que es fruto de los desvelos de mujeres. En ambos casos estaríamos estableciendo categorías separadas, válidas por sí mismas. Visiones como esta determinaron que la participación artística de las mujeres haya sido soslayada al momento de escribir la Historia del Arte. Solo en casos excepcionales –como el de Frida Kahlo- cabría hablar de una pintura con marcada sensibilidad femenina. El verdadero arte rehúye el calificativo de género; cuando este es auténtico, simplemente es eso: Arte.
Cuando visitamos un museo, las mujeres salen a nuestro encuentro; habitan ahí, en los lienzos de los grandes maestros de la pintura. Allí, en su desnudez, están las diosas del Olimpo; allí, junto a las reinas, las mesalinas de Toulouse-Lautrec, las candorosas niñas de Renoir. Y no falta quien se pregunta y ¿dónde están las otras, las artistas del pincel y el caballete?, ¿dónde están las Anguissola, las Morisot, las Claudel y tantas artistas silenciadas por una sociedad patriarcal que desvaneció sus sueños al determinar que el arte de pintar era oficio solo de varones?
La importancia de este libro no reside únicamente en ser una vitrina que muestra lo que hoy están haciendo pintoras con talento en el Ecuador. Es un testimonio que habla de la participación de las mujeres en la búsqueda de nuevos caminos para el arte. Rodríguez ha iniciado así una tarea que aún está pendiente: la de reconstruir la genealogía cultural de tantas mujeres soslayadas que dejaron su huella en el arte del Ecuador.
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