Desde el imponente palacio imperial de la Ciudad Prohibida, la enorme imagen de Mao Tse-tung observa hacia la plaza de Tian’anmen, ese ícono de las violentas protestas ciudadanas que derivaron en una masacre que, hasta hoy, no tiene una explicación clara de las autoridades.
Entre el monumento histórico y la plaza está la enorme avenida por la cual transitan los tanques de guerra y los soldados que todos los años ofrecen una demostración de fuerza. Imposible cuantificar cuántos visitantes llegan a conocer el castillo y cuántos la plaza.
Al contrario de lo que ocurre en otros lugares turísticos, en la plaza hay silencio, los turistas se toman fotos, la Policía vigila cuidadosamente las mochilas y bolsos de los visitantes, nadie informa nada, a lo máximo algunos saben que en ese enorme espacio algo grave ocurrió.
Al conversar con una intérprete china me sorprendió su respuesta. No sabía con precisión cuántos murieron durante la incursión de los tanques y las tropas a la plaza para intentar terminar con las protestas de estudiantes, intelectuales y trabajadores que demandaban del Régimen comunista un cambio de rumbo en materia económica, libertad de expresión y dialogar con las autoridades.
La intérprete había viajado varias veces fuera de su país, pero nunca se interesó en indagar los misterios que esconde esa plaza. Ni siquiera a través del buscador Google o Wikipedia se interesó en averiguar qué pasó el 4 de junio de 1989. Como coincidió con una visita de Gorbachov, medios internacionales de prensa visitaban China y dieron cuenta de la masacre: 600 muertos según los cálculos más conservadores, 2 600 según la Cruz Roja y por lo menos 10 000 heridos.
En esa gran potencia económica que es China se aprecia riqueza, grandes autopistas, aeropuertos modernos, rascacielos, automóviles de todas las marcas (especialmente europeos, japoneses, estadounidenses y uno que otro chino), casi todas las cadenas hoteleras y de comida rápida de Estados Unidos.
Tiene todo lo que una sociedad moderna requiere, todo menos Twitter o Facebook y muchas restricciones para el uso de la Internet. La misma intérprete se conformaba diciendo que “hacemos lo que el Estado cree que es bueno para nosotros”.
No cuestiono a China ni a su rica y milenaria cultura, al contrario, es admirable, pero como nací libre me resulta incomprensible el conformismo de su gente en relación con la libertad para decidir qué ver o sintonizar en televisión o qué es conveniente leer en los periódicos, de acuerdo con el interés de cada uno.
Después de muchos años los brasileños salieron a las calles a demostrar su inconformismo con un Régimen que empieza a oler mal en materia de corrupción. Aquí tenemos una Ley de Comunicación, cuyas consecuencias son impredecibles y, lo peor de todo, que a muy pocos importa. Nada raro sería que nos acostumbremos al silencio, a esconder la verdad y la historia.