En los últimos tiempos, diversos escritos, que a veces aparecen con pretensiones de “estudios” o “ensayos”, y otras veces incluso como textos legales, han usado el concepto de “espacio público” para referirse a los lugares de los centros urbanos que están destinados a la circulación o a la recreación: calles, plazas, parques, restaurantes, bares, salas de cine o teatro, y muchos más.
No hace mucho, la Casa de la Cultura entregó al Municipio de Quito los jardines aledaños a sus edificios con el fin de que fueran integrados al “espacio público”: sin ninguna demora, las autoridades municipales procedieron a la eliminación de la cerca que antes aislaba esos espacios de las calles adyacentes.
En principio, no veo en esto nada que sea censurable, siempre que nos pongamos de acuerdo en qué entendemos como espacio público; precisamente eso: el espacio físico de los centros urbanos que se encuentra destinado al uso de todos, sin restricción de ninguna clase. De no mediar ese acuerdo, el uso de la expresión “espacio público” ha entrado en ese claroscuro que caracteriza a la ambigüedad y de hecho da lugar a varios equívocos.
En efecto, fue Jürgen Habermas quien precisó que bajo el nombre de espacio público no se entiende ninguna institución ni sistema ni lugar, sino aquellas redes en las cuales “los flujos de comunicación [donde se forman las] opiniones públicas agavilladas en torno a temas específicos” (véase “Observaciones sobre el concepto de acción comunicativa” (1992), y agrega que en el espacio público “se lucha por ejercer influencia” (“Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso”, Madrid, Editorial Trotta, 1992).
No se trata, por lo tanto, del espacio físico antes descrito, puesto que los lugares mentados no siempre favorecen la comunicación general ni la formación de la opinión pública: si en otro tiempo lo hicieron (pienso en la plaza pública de la que habla Bajtín al referirse a la cultura del Carnaval que se formó en la Edad Media europea, o en la Plaza Grande de Quito, que fue en mentidero más concurrido de la ciudad hasta la primera mitad del siglo XX), las cosas han cambiado por completo: más cerca del concepto de espacio público se encuentran las páginas de la prensa o los sets de televisión que la plaza pública, la sala de cine o el restaurante.
Es en la prensa, en efecto, bajo cualquiera de los medios que emplea; es en el aula universitaria, es en la discusión de mesa redonda, es en un lugar cualquiera donde se puede opinar y debatir, donde se puede hablar de “espacio público”. Si la Asamblea Nacional fuera el escenario del debate y la confrontación de las ideas, donde las leyes nacen por efecto de la concurrencia de aportes distintos, quizá sería el espacio público por excelencia, pero ya sabemos que ese espacio se encuentra ahora transitoriamente clausurado.
Hay que esperar, entonces, que al menos en las leyes, el concepto de “espacio público” sea usado con mayor precisión.
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