La historia de una persona, nuestra historia, empieza en la niñez y se va forjando día tras día, en el camino. Cuentan, en ella, nuestra familia, sus recuerdos del pasado y las circunstancias del presente; nuestros padres, sus amistades, sus costumbres, sus anhelos y esperanzas respecto de nosotros, sus sacrificios para lograr lo mejor para los hijos, su trabajo y esfuerzo: todo nos modela. En un ambiente de cariño y ternura, dentro de las limitaciones normales de una familia de economía media, el niño va aprendiendo a ser. Y aprende mejor en las pequeñas renuncias cotidianas que en la abundancia hostil en la que no alcanza a reconocerse; en la lectura repetida de un libro que ama, que en la visión de muchos libros que nunca abrirá. La niñez convierte en gozo y esperanza las pequeñas penas, adecuadas a la edad, a la circunstancia. Es valioso todo lo que comunica sin herir su dignidad; el contacto físico, el beso de los suyos, el reconocimiento del maestro respecto de los avances que logra en el aprendizaje cotidiano, la reprobación justa; todo contacto con el mundo y consigo mismo constituye su historia personal, que se forja, no día a día, sino minuto a minuto y para siempre. El dolor de grandes pérdidas es también su historia: la ausencia, la injusticia, que no faltan en el desarrollo infantil normal, enseñan. La presencia de los adultos en su vida es necesaria, provee de respuesta a las inquietudes infantiles, garantiza su aprendizaje de respeto y amor, su crecimiento, sus avances.
Pero nos invaden noticias de desgracia; malhadadas, funestas; lo son, para los niños-víctimas y para la sociedad: noticias de enfermos, de desgraciados que abusan sexualmente de los niños; noticias que, a mi ver, multiplican su poder horrible en infinitas mentes morbosas que las releen, las repiten, las ‘viven’. Por eso, hago mías las palabras del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu “Me da miedo la realidad virtual. Ya nadie está en la tierra… Hemos perdido la batalla de la realidad”.
Los niños abusados han perdido, antes de tener tiempo para iniciarla, la batalla de la realidad, de su realidad. Heridos en su cuerpo y en su inteligencia, en su sensibilidad física y psíquica, todo tiñe de oprobio su existencia…
‘Sabemos’ de 84 niños abusados en una escuela; de muchos más, en toda suerte ambientes en que los padres suponen a los niños al ‘cuidado’ de adultos. De otros tantos, en las mismas familias. Somos sociedades enfermas y corruptas ¡terrible palabra sobre el cuerpo de un niño y el de la sociedad!… Enredados en las redes, en la información torpe, sin discernimiento, lo que quede en esos niños es cuestión nuestra: su miedo a sí mismo y al otro, su experiencia de daño, su silencio, su sentimiento de inferioridad, su cosificación no comprendida, pero perturbadora.
¿Nos limpia la difusión de estos hechos en noticias mostrencas y rudas? ¿Nos permite contrarrestarlas? ¿Ayuda a devolver a esas criaturas su historia, sin mancharlas?