Las revoluciones siempre empiezan por la izquierda y terminan por la derecha. Hablo de revoluciones de verdad como la rusa, que acabó en manos de la mafia; o la cubana, convertida en una pobre monarquía hereditaria; no de esta mascarada que contó desde el principio con Charlies y Capayas y fue a pedir plata a los Isaías y a la Odebrecht (según Fabrizio) y cuyo aparato jurídico ha sido manejado de cabo a rabo por un abogado de Febres Cordero.
A la última revolución popular en serio que hubo aquí, la Gloriosa del 44, le pasó lo mismo: fue manipulada por la derecha desde su origen. Como sabemos, para derrocar a Arroyo del Río, líder de la oligarquía liberal a quien le echaron la culpa del desastre del 41, se unieron todas las tendencias, pero los mayores agitadores fueron los socialistas y los comunistas que creyeron que con Velasco Ibarra se iba a instaurar la República de los Soviets.
¡Cuánta ingenuidad! Velasco nombró canciller a Camilo Ponce (futuro presidente socialcristiano), en poco tiempo se desembarazó de sus colaboradores de izquierda (tal como lo haría Rafael Correa con Alberto Acosta y Gustavo Larrea), dio un autogolpe y mandó redactar una constitución conservadora.
Lo curioso fue que los mismos arroyistas participaron de esa movida. Eso me lo contó Mapahuira Cevallos, delegado por la FEUE para controlar el acceso de la gente al Palacio de Carondelet, donde haría su apoteósico ingreso Velasco Ibarra. Decía el doctor Cevallos que “cuando empezaba a llegar la gente, todo el arroyismo que había sido derrotado la víspera entraba al palacio. Me dije: esta revolución está perdida”.
En sus Memorias Políticas, texto imprescindible para entender a nuestro país, el radical cuencano José Peralta narra que, tras la victoria liberal de junio de 1895, fue a Guayaquil a encontrarse con Eloy Alfaro. No bien llegar, un correligionario le informó “del mal sesgo que la triunfante revolución tomaba respecto de reformas sociales” porque en la Junta Suprema mangoneaba Luis Felipe Carbo, quien fuera ministro de lo Interior y de Relaciones Exteriores de Ignacio Veintemilla y había sido nombrado para el mismo cargo por el general Alfaro que, por haber vivido afuera, “no tenía cabal conocimiento de la nación y sus hombres”.
Guardando las distancias, al inicio de esta mascarada verde-flex reclamé a un amigo de la vieja izquierda cómo creía que se podía hacer la revolución con un abogado socialcristiano y un publicista del roldosismo ubicados en la cúpula del poder. Respondió que él no les conocía y que le había dañado el almuerzo. Dije que yo tampoco les conocía personalmente, pero sabía muy bien lo que representaban e intuía lo que iban a hacer.
No hemos vuelto a almorzar en diez años, pero lo que hizo el correísmo está a la vista y algunos corazones ardientes y enriquecidos ya estarán rondando a Lasso con el cuento de sumar fuerzas. Ellos son los portadores del pecado original.