Atrás queda 2016, annus horibilis. Y los hitos que lo marcaron –la retirada del Reino Unido de la Unión Europea, la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, las atrocidades de Siria– parecen apuntar al declive del sistema internacional liberal.
Asistimos a un progresivo debilitamiento de la arquitectura institucional y del sistema normativo global por el difícil encaje de las características del poder del siglo XXI en la rigidez actual del esquema nacido tras la Segunda Guerra Mundial.
La sesgada representación –ya sea del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas o del Consejo Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional–, que se corresponde con un esquema agotado, mina la capacidad de respuesta institucional global ante la nueva realidad y socava su legitimidad en beneficio de mecanismos informales como el G-20 y de organismos de reciente creación como el Banco Asiático de Inversión.
Sin duda es preciso reformar aspectos de representación y de toma de decisiones. Pero lo que está en cuestión es el propio fundamento axiológico del orden internacional liberal, vacío hoy de contenido de forma tal que principios antes considerados claves de bóveda del mundo moderno –libre comercio, democracia, derechos humanos– están hoy bajo amenaza o en retroceso.
En tanto que no reconozcamos y nos enfrentemos a esta realidad, el orden mundial liberal –durante 70 años motor de paz y prosperidad– seguirá desmoronándose.
El liberalismo y el orden internacional que sobre él reposa hunden sus raíces en la Ilustración.
Nacen de la creencia en la inexorabilidad del progreso humano, en la existencia de una visión y un rumbo universalmente compartidos, basados en nuestro dominio de la naturaleza y movidos por los dictados racionales del interés individual. De acuerdo con estos postulados, el Estado de derecho, la protección de los DD.HH. y el comercio son catalizadores del avance de la humanidad.
Pero crecen las dudas sobre el concepto liberal de “humanidad” en tanto que crisol de un propósito común. Hoy, nuestros caminos están más entrelazados que nunca. Y sabemos que los recursos que sostienen nuestro progreso son finitos y que el planeta no está en condiciones de garantizar, para una población en aumento, los niveles de bienestar.
Si carecen de una fundamentación ética, expectativas y objetivos compartidos, los mecanismos universalistas no pueden sino avivar la llama del descontento y la conflictividad y, como nos ha enseñado 2016, empujar a las poblaciones al rechazo de la racionalidad y a la negación de la realidad.
Es preciso revisar la retórica y los dogmas de la Ilustración. Y confrontar la verdad de nuestro mundo: más allá de conquistarlo, preservarlo. Esta catarsis es necesaria.