Educación pública de calidad

En un artículo que publiqué hace 5 años (ver hemeroteca de EL COMERCIO), opinaba que “Correa habría llegado a una de sus metas de proporcionarle al país una educación pública de calidad”. Parece que se aproxima. Según se sabe son miles los estudiantes de Quito que dejaron los centros privados para pasarse a los públicos, por la simple razón de que los padres querían una mejor educación para sus hijos.

Contemporáneamente, numerosos colegios privados han cerrado sus puertas. ¿Dejaron de ser un buen negocio? ¿Ya no pueden competir con los públicos?

Es sabido, en esta columna también me he pronunciado que el camino para llegar a la redistribución de la riqueza pasa por invertir en educación pública de calidad, gratuita, rigurosa, exigente, como para que sus egresados puedan competir en la lucha por la vida con probabilidades de éxito. Es lo que sucede en la actualidad a partir de cuando las universidades fueron evaluadas y calificadas y casi la tercera parte de ellas, obligadas a cerrar sus puertas. Llegar a la justicia social por medio de una educación pública de calidad fue un galimatías para el MPD durante los largos años de preponderancia en las universidades estatales. Entre tanto, universidades como la San Francisco de Quito, privada, relativamente costosa, llegaba a estándares altos y la brecha con las públicas se iba ampliando.

Desde luego que hacer de arietes de la revolución a los malos egresados de las universidades públicas aparte de miopía política del MPD, subyacía la barbarie en lucha a muerte con la civilización. No quiero ponerme en el plan de cuestionar a los dirigentes de los movimientos indígenas.

Una mancha negra en la wipala de sus reivindicaciones, el libre ingreso a las universidades. Por ahí comenzó el desastre de las universidades públicas en tiempos superados.

El problema indígena, el serrano, me ha preocupado desde siempre. En el campo de mi incumbencia, creo haber contribuido a superar la postración biológica del campesino serrano, en buena parte indio. De ahí que haya saltado de alegría cuando hace poco fui anotando los apellidos de los pacientes que habían llegado a mi consultorio en los dos años anteriores al actual Gobierno y en estos dos últimos años. Se habían multiplicado por diez los que llevaban apellidos nativos.

Creí hallar un indicador de que los excluidos, los marginados, se estaban haciendo presentes, se supercializaban en el contexto de las estructuras modernas de la actual sociedad ecuatoriana. Igual de alegre cuando entre mis alumnos de Medicina de la Central eran cada vez más numerosos los que llevaban apellidos ancestrales. A estos héroes de la resistencia indígena no les puede fallar el Estado ecuatoriano negándoles una educación pública de calidad. Quiera Dios que no lleguemos a un desastre económico y financiero.

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