Si mi tía Tálida viviera hoy, diría que “un burro conectado a Internet sigue siendo un burro”. Lo digo porque cada vez es más evidente la opción educativa por desembarazarse de la cultura de la palabra, a pesar de los avances de la alfabetización escolar.
Siempre reivindicaré una educación que no excluya lo cultural de las aulas, que fomente el talento y el pensamiento y que responda a un postulado fundamental: lo importante, más que memorizar o aprobar el examen, es crear libertad intelectual y capacidad de pensar.
“Educar” proviene del latín: “educere”… Y hace referencia a esa capacidad de sacar de dentro afuera las mejores capacidades de una persona. Por eso, la enseñanza tiene que ser un estímulo continuo entre el profesor y el alumno.
Tristemente, los planes de estudio, en general, priman las llamadas asignaturas instrumentales y restan importancia a áreas como la filosofía o la literatura. El oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada provoca en los jóvenes una triple incapacidad para leer, mirar e interrogar.
La “lógica filosófica” es sustituida por la “lógica del emprendedor”.
En el actual contexto político se habla muchísimo de la libertad de expresión, pero, en mi opinión, lo importante es la libertad de pensamiento: saber pensar de forma libre, racional y crítica, destruyendo esos coágulos mentales que no permiten entender, mirar o interpretar.
Esta libertad de pensamiento es, ante todo, cultura. Hoy, en medio del mercadeo reinante, se vuelve cada vez más difícil encontrar personas con un mundo interior rico, capaces de penetrar en el interior del mundo.
La expulsión de la cultura (me refiero a la cultura de la palabra, de la mirada y de la interrogación) es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos de la vida, desde los medios de comunicación hasta las mismas universidades.
Quizá por ello (¡qué paradoja!) la Academia se ha vuelto muda y silente, acrítica y sometida, como si no tuviera nada que aportar en la actual coyuntura…
Mientras los jóvenes no entiendan lo que leen, no aprendan a pensar de forma crítica y a expresar su pensamiento; mientras no juzguen la realidad con libertad y no se comprometan con ella; mientras no se liberen de la domesticación que sobre ellos ejerce la sociedad consumista o la ideología de turno, la educación seguirá siendo un barco a la deriva.
La utilidad, la apariencia y la posesión no son los valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad. El sentido de la vida está en la construcción de un yo íntimo, consciente y libre, solidario y comprometido con el mundo, fraterno y solidario hasta el punto de amar y de crear vida, un yo que no encierre los talentos y se abra con pasión al arte de amar y de vivir.
No renuncien a pensar, a sentir, a interrogar, a cuestionar… No se conformen con darle a una tecla y ponerse a navegar sin saber a dónde van.