Dos casos de la semana pasada resultan oportunos a la hora de reflexionar sobre la verdadera razón de ser de la Superintendencia de Comunicación (Supercom) y el Consejo de Regulación (Cordicom).
El primero tiene que ver con los videos que transmitió Educa, aquel programa vinculado al Ministerio de Educación, que pretendían hacer conciencia sobre el contagio del VIH, la anorexia y la supuesta conveniencia de postergar el inicio de las relaciones sexuales en los jóvenes.
Sobre el contenido de ese material se escribió mucho y no cabe insistir más. En cambio, sí interesa analizar la forma en la que se canalizó el comportamiento crítico de las audiencias, léase la ciudadanía. No fue necesario que alguna institución de nombre rimbombante como el Cordicom o la Supercom tuvieran que mediar para que prevalezcan los derechos de las personas reclamantes y se “haga justicia”.
La fuerza democrática de las redes sociales logró que Educa diera de baja ese material, ofreciera disculpas al público y el Ministerio de Educación se comprometiera a vigilar mejor sus contenidos. La credibilidad de este programa se construirá día a día, con la valoración de las audiencias, por las cosas buenas o malas que haga, sin que intervenga la agenda de control diseñada en algún escritorio burocrático.
Pero la Ley de Comunicación está vigente y con ella una serie de procedimientos que mal aplicados, o políticamente inducidos, pueden causar un grave perjuicio democrático. Aquí salta a la vista el proceso que un colectivo Lgtbi pretende abrir contra Bonil por una caricatura, a propósito de la reciente opción que las personas mayores de edad tienen para registrar su género en la cédula.
La Supercom puede dar paso a la denuncia de un grupo, calificada de excesiva en las redes sociales, o garantizar el derecho de un caricaturista a la libre expresión, a través del humor. Solo la seriedad de su fallo le garantizará trascendencia y respeto ciudadano.