Boston era una fiesta. La ciudad y sus alrededores vivían el ritmo de una de las carreras pedestres más famosas de Estados Unidos y del planeta.
El pulso de los atletas se ponía a tope en los tramos finales del agobiante recorrido. El público mostraba su respeto y aplauso a los esforzados deportistas. Los familiares y amigos se contagiaban de una emoción especial.
De pronto un estallido. La sangre se helaba y la pregunta contenía la incertidumbre. Otra explosión seguida era el preámbulo del ulular de ambulancias. Pasaban los heridos y sumaban más de 100. La triste noticia al final de la tarde contaba tres muertos, entre ellos, un niño.
La ciudad se estremecía; EE.UU. veía perplejo la noticia y las imágenes del terror sembrado hace una década volvían a la memoria. El mundo miraba atónito y la solidaridad y el dolor humano se hacían uno.
El presidente Barack Obama, con prudencia, anunciaba que no había indicios de los orígenes de las explosiones y prometía investigar con profundidad. Lejos de la especulación o las conjeturas apresuradas.
Las primeras investigaciones hablan de artilugios caseros: una olla de presión, algunos perdigones. Las preguntas surgen por miles. ¿El acto terrorista fue producto de un complot extranjero, o de una mente desquiciada como las tantas que han teñido de sangre escuelas y centros comerciales? Nadie lo sabe. Solo queda el dolor.