Las recientes masacres en Siria mostraban los cadáveres de varios niños. La humanidad civilizada condenó el hecho, pero un puñado de delegados diplomáticos de distintos países votaron en contra o se abstuvieron frente a la condena que se buscaba en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Ninguna inteligencia sensible podría explicar el genocidio, salvo quizás a la sombra de la geopolítica y los intereses de ciertos gobiernos.
La dictadura que gobierna Siria mantiene un contingente militar fuertemente armado. Las armas las proveen algunas de las antiguas potencias militares cuyo equilibrio de terror mantuvieron durante la Guerra Fría, ahora sustituida por conflictos de menor intensidad o guerras civiles intestinas. La industria de la muerte “debe” seguir adelante para que otros seres, a miles de kilómetros de distancia, mantengan sus puestos de trabajo. Una ironía terrible.
El gobierno del dictador Bashar el Asad mantiene unas milicias armadas para militares (Shabiha). Él gobierna como producto de unas elecciones tenidas como fraudulentas; además su padre fue Presidente. Si en unos países de Oriente hay monarquías dinásticas, en otros las dinastías son de dictadores civiles.
Los especialistas de Naciones Unidas buscan una solución a la aterradora situación. Son niños reclutados para parapetar a las fuerzas en combate. Los usan como escudos en funerales de los soldados. Asimismo, las fuerzas rebeldes que pugnan desde hace un año por derrocar a Bashar al Asad tienen a menores en sus filas.
La dictadura sigue fuerte. A un año y medio del inicio de la Primavera Árabe, 10 000 personas han muerto. Es un alto precio que clama a la conciencia de la humanidad.