Año tras año vuelve el invierno. Los caudales se cargan y la historia se repite. Es como si el destino, marcado en el calendario, condenase a los pobres de siempre.
La Costa se inunda, y las miserias salen a flote. Los titulares oficiales cuentan la verdad a medias.
“Empezaron las clases”, dicen. Sí es verdad, pero allá donde el agua no llega. Allá donde el pavimento ha cubierto al monte y la inundación no daña.
Pero en la manigua, en el suburbio, en los caseríos del campo y la planicie litoraleña, en la feraz ceja de montaña, el agua baja con fuerza y a su paso se ha llevado todo. También anega las escuelas, emergen las aguas servidas, Anidan musarañas y reptiles. Los insectos proliferan, las larvas encuentran vida y amenazan a la gente.
Más allá de la verdad oficial, de los cortes de cintas y de los discursos están los seres humanos. Aquellos que se quedaron en el campo. Los niños que fueron requeridos para “achicar” la inundación de sus propias casas. Los que fueron convocados para la emergencia doméstica o la recolección apurada de los productos para que no se pudran, para que no se los lleve la corriente.
Más allá de la verdad oficial están las fotos. Las escuelas anegadas. Los pupitres flotando. Los techos perforados.
Otras escuelas que no fueron afectadas por el temporal sirven de refugio de ocasión para quienes lo perdieron todo. Los voluntarios se desviven por colocar colchones, parar las ollas comunales, por atender a los enfermos. Los niños que no fueron a la escuela se convierten en traviesos apoyos solidarios.
Mucha fuerza oratoria a los discursos. Muchas cifras oficiales queriendo mostrar la inversión millonaria.
Donde no llega el paternalismo solo está la inundación.