Ya han pasado seis meses desde la insubordinación policial. La escalada de acontecimientos que derivaron en un sangriento episodio dejaron su huella en el país y en la propia Policía.
Más allá de los juicios iniciados y de la interpretación de actores de la política sobre las causas del levantamiento policial, la institución acusó lesiones institucionales y heridas que no son fáciles de curar.
Más de 1 000 personas recibieron sanciones en distintos grados. El Gobierno anunció una reestructuración a fondo. Se pensó en separar a los mandos uniformados de las tareas administrativas y entraron civiles a ocupar posiciones que antes eran asumidas por policías. Se habla de la reestructuración de la Policía Judicial y la participación de civiles en tareas de investigación, según altas autoridades del Régimen.
La Policía es una entidad clave cuando el principal problema del Ecuador, según la opinión popular, es la inseguridad que nos azota.
Es verdad que una serie de factores han conspirado para que la institución uniformada no logre copar las expectativas nacionales. La falta de una organización adecuada, los recursos económicos acaso abundantes pero mal distribuidos, casos de corrupción interna, denuncias de sicariato en filas policiales y distintos grados de penetración del crimen organizado, son males que aquejan a la Policía.
Tras el 30 de septiembre, los esfuerzos por armar una nueva estructura han sido importantes. Lideraron efectivos patrullajes de carreteras y control de tránsito en los feriados e intentan recuperar, con esfuerzo, la institucionalidad devaluada a los ojos de la comunidad. El Ecuador y la propia Policía se merecen una reestructuración profesional y una acción alejada de la contaminación política.