Con las lógicas expectativas de la tercera visita de un pontífice a Cuba, el periplo cierra con actos litúrgicos y encuentros oficiales.
Juan Pablo II, Benedicto XVI -y ahora el papa Francisco- llegaron a Cuba en medio de grandes esperanzas de los fieles católicos. Esta vez, como en el pasado, los vientos de cambio no son claros.
Los tres sumos pontífices de la Iglesia Católica, cada cual en su tiempo, han tenido encuentros con los jerarcas del Partido Comunista y los líderes de la Revolución, en el poder desde 1959.
Es verdad que la primera visita del papa Wojtila sembró más expectativas que aquellas que le siguieron. Los cambios políticos en el planeta eran más recientes y el papel que jugó el Papa polaco fue crucial para la apertura en los países cercados por la cortina de hierro. Por eso se esperaba que en ese fin de milenio anticipado, el cambio político llegara a La Habana. Casi nada pasó. La economía sí experimentó tenues aperturas.
Ahora la coyuntura de la nueva relación de Cuba con Estados Unidos debiera albergar otro tipo de oportunidades.
Más allá de los mensajes pastorales y ecuménicos, es un mal síntoma de esta visita papal, como ya ocurrió antes, que la disidencia no pueda acercarse. Dirigentes encarcelados hasta el mismo día de los actos religiosos y la impotencia del grupo las Damas de Blanco para buscar un espacio y que Su Santidad los escuche, no es una buena noticia. ¿Es acaso la Iglesia más permeable al discurso del poder? No fue esa la imagen que proyectó Francisco al llegar al solio de Pedro.