En 2008, Jefferson Pérez, con un esfuerzo físico fuera de lo común, logró medalla de plata en los juegos Olímpicos de Pekín.
El atleta ruso Valery Borchin obtuvo el oro olímpico, pero casi ocho años después se destaparon 17 casos de dopaje en el equipo ruso.
Con la humildad que le caracteriza, pero con firmeza, Jefferson Pérez reclamó a la Federación Internacional de Atletismo que se le repare el daño inferido. El alto organismo del deporte mundial definirá en febrero el caso con un informe final. Si las repercusiones de los exámenes se confirman, Jefferson podría recibir la medalla de oro que la trampa del dopaje le arrebató.
Los casos de dopaje con sustancias prohibidas no han sido lamentablemente ajenos a la práctica deportiva. Lastiman a la competencia y al propio espíritu deportivo y, más aún, el olímpico. La ambición y la sed de triunfo muchas veces pueden más que la ética y el valor del sacrificio y establecen una competencia desleal. El dopaje es una falsificación y una trampa que a veces acarrea la suspensión de por vida de los atletas que incurren en esa práctica.
La adulteración de las condiciones físicas durante una competencia se ha detectado también en el fútbol y a veces se ha sancionado a los culpables. En nuestro país también se aplican los controles.
La dirigencia deportiva tiene una oportunidad para limpiar esta vergüenza y premiar, aunque tardíamente, a un deportista que vale oro, no solo por sus logros en las pistas sino en la vida diaria.