Sebastián Mantilla Baca
smantilla@elcomercio.org
El 10 de agosto de 1979, aunque para muchos ha pasado como una fecha sin mayor relevancia, marca el inicio del retorno a la democracia en el Ecuador.
Son 35 años desde que el Ecuador dejó atrás las dictaduras militares y, al igual que otros países de la región, se abrieron las puertas para el inicio de un proceso de “consolidación” de la democracia. Consolidación que, aunque ha mostrado avances en términos de mejoramiento de la competencia político-electoral, respeto moderado de derechos civiles, cumplimiento de procedimientos institucionales y capacidad de los gobernantes para ejercer sus funciones, no ha seguido una dinámica lineal. El Ecuador, como otras naciones, ha atravesado por ciclos discontinuos de consolidación e incluso de reinstauración de regímenes autoritarios y semidemocráticos.
Eso explica también la existencia de bajos grados de institucionalización, débil independencia entre los diferentes poderes del Estado, imposibilidad de controlar a los gobernantes de turno, influir en sus decisiones, exigirles transparencia y responsabilidad.
Esto no ha sido resuelto por las tres constituciones que se han promulgado desde 1979 hasta la fecha. En unos casos estos cuerpos normativos tuvieron vacíos y en otros el irrespeto e inobservancia por parte de los gobernantes de turno incidió para que la democracia como tal no se consolide.
Por ejemplo, la sustitución del concepto de “Estado de derecho” por el de “Estado de Derechos y de Justicia” aunque ha permitido avanzar en términos de garantías de los derechos sociales ha significado también la pérdida de un elemento fundamental: la posibilidad de limitar al poder. Es decir, prevenir la acumulación de poderes y proteger al individuo del despotismo.
En este sentido, la Constitución del 2008 ha seguido esa línea. Pese a ser en un inicio ampliamente garantista, a medida que se han ido aprobando una serie de normas y leyes (Ley de Comunicación, Código Integral Penal, entre otras) se han venido limitando derechos y libertades. Esto es porque orgánicamente estuvo mal concebida y ha facilitado la concentración del poder en el Ejecutivo, yendo a contracorriente en torno de dos aspectos fundamentales de una democracia moderna: distribuir el poder entre los ciudadanos pero al mismo tiempo limitar el poder de los gobernantes.
Es cierto que ahora tenemos mayor estabilidad política. Sin embargo, eso no significa que la calidad de nuestra democracia haya mejorado. También podría decirse lo mismo con respecto a lo que pasa actualmente con respecto a los partidos políticos. Ya no tenemos las tiendas políticas de antes, algunas de las cuales eran ejemplo de mal manejo y fiel expresión de intereses oligárquicos. No obstante, la desaparición de varios partidos ha significado el fortalecimiento del personalismo y el caudillismo.
En este contexto, se hace necesaria una profunda reflexión de lo que han sido estos 35 años de democracia, mucho más cuando se habla de modificar nuevamente la Constitución para incluir cambios como la reelección indefinida.