Esta noche es Nochebuena. A la medianoche el mundo cristiano conmemora la Navidad. La fecha es una convención del calendario para recordar uno de los más trascedentes actos para quienes profesan las distintas ramificaciones del cristianismo.
En un pesebre de Belén, una pequeña población de la antigua Judea, durante la dominación romana, nació del vientre de María, Jesús de Nazaret. Se cumplían así las profecías de remotas creencias.
La simbología potente del acto de amor más grande de la voluntad de Dios que la mente humana pueda imaginar. Encarnarse en un cuerpo, nacer de mujer y habitar entre los hombres para predicar el lenguaje del amor y reivindicar al ser humano de su pecado original hasta darse al sacrificio, es la cima más grande de entrega que se pueda concebir.
Más de 2 000 años después, su palabra expandida por toda la tierra sigue resonando con una fuerza moral y espiritual de enorme trascendencia. El Dios hecho hombre llega estas fechas y nos mueve al regocijo y a la reflexión. El inmenso acto de amor del nacimiento en el pesebre nos confronta a un acto sincero de profunda introspección. Es fecha para renovar los votos de solidaridad, amor al prójimo y apertura de pensamiento que dejaron huella profunda desde entonces. Es oportunidad para agradecer por las bendiciones recibidas y abrir el corazón a la solidaridad cristiana.
Es verdad que en esta fecha el vértigo del consumismo y el derroche confunden el verdadero espíritu de la Navidad. Pero es tiempo propicio para apartar el polvo de la paja y reencontrar, en el profundo mensaje del pesebre, espacio para el perdón, la reconciliación y el amor. Será el mejor regalo que le hagamos a Jesús, en los demás.