Uno de los cuestionamientos más fuertes a la política gubernamental sobre derechos humanos ha sido la criminalización de la protesta social. La sentencia, en primera instancia, de 12 años de prisión por el delito de terrorismo organizado para el asambleísta de Pachakutik Pepe Acacho y el dirigente parroquial Pedro Mashiant, pone nuevamente el debate sobre la mesa y abona esa teoría.
Las cuentas de las organizaciones sociales y campesinas, controvertidas por el Régimen, hablan de decenas de dirigentes procesados por terrorismo y sabotaje por participar en protestas, con manifestaciones de violencia en mayor o menor grados. En esta lógica se incluyen también casos como el de ‘Los diez de Luluncoto’, el de los estudiantes del Central Técnico y el de la dirigente emepedista Mery Zamora, quien recibió también en primera instancia una sentencia significativa.
La condena de Acacho y Mashiant tiene como telón de fondo las tensas relaciones entre el Gobierno y la dirigencia indígena. La criminalización de la protesta es, quizás, uno de los pocos temas con consenso entre las facciones, pues se argumenta que las movilizaciones han sido para defender derechos y que tales acciones solo han sido consideradas delito por gobiernos de corte dictatorial.
Si bien se arguyó que la figura de terrorismo se debe a la inexistencia de otra más apropiada, la práctica jurídica está configurando una realidad que no debe continuar.