El día a día muestra la creciente violencia y el azote de la delincuencia en el país, más allá de las estadísticas oficiales. La impotencia del Estado y la búsqueda de los responsables en los mensajeros de las noticias que reflejan la realidad son un grave error.
En el Ecuador, y desde hace algunos años, hay serias confusiones que llaman a la reflexión. Se tolera, por ejemplo, la aplicación de una supuesta justicia indígena que ejerce castigos corporales y juicios sumarísimos para delincuentes hallados in fraganti en las comunidades campesinas. Más allá de una tradición respetable, al vivir en sociedad, en un Estado que reconoce la igualdad jurídica de las personas, no se puede ni debe aceptar la burla al debido proceso, a los juicios justos y al derecho a la defensa. Está prohibido olvidar, para usar una frase repetida desde el poder, que el Ecuador es signatario de acuerdos internacionales de derechos humanos que establecen su prevalencia sobre otro tipo de normativas locales y que las leyes rigen para todos.
Una severa advertencia de los dislates jurídicos que se pueden promover desde normas noveleras y discursos políticos reivindicatorios hemos experimentado en una serie de oportunidades que ilustran los riesgos.
El terrible episodio de la reacción de un conductor que arremetió contra los asaltantes de su familia y mató a uno de ellos estrellándolo contra la pared, ha revivido el debate sobre la toma de justicia por mano propia.
Es entendible la indignación ciudadana, pero no es admisible que desde el poder político se aliente este tipo de actitudes. El grave peligro es que la gente se quiera armar para enfrentar a la delincuencia y encuentre en la violencia y la venganza el consuelo ante la indefensión, mientras la autoridad parece estar en huelga de brazos caídos.