Las leyes aprobadas solo por la fuerza de los votos, como ocurrió en el pasado, no han sido aceptadas socialmente y muchas veces han durado poco tiempo. Pese al poder concentrado de Alianza País, la nueva legislatura no ha estado exenta de dificultades. No basta con ganar elecciones -aunque sea una y otra vez-; no basta con esa sensación de suficiencia y de saberlo todo que se manifiesta en una actitud exultante.
No basta con hablar de cambio y de revolución o de salvar el proyecto, porque frente a temas difíciles las diferentes visiones del mundo y los distintos pareceres ideológicos afloran. También emergen los apetitos, las vanidades y el afán de poder, con todo lo cual se corre el serio riesgo de relegar opiniones que necesariamente debieran incluirse en una ley nacional.
La Ley de Aguas debe empatar una lógica por ahora imposible de conciliar. El derecho individual al agua, el acceso de los campesinos al líquido vital para regar su tierra y obtener alimentos, la urgencia de abastecer a amplias extensiones productivas para garantizar la comida de todos los habitantes del campo y la ciudad. A la vez, propiciar caudales adecuados para los productos de exportación que, como los de autoconsumo, dan trabajo a miles de ecuatorianos. Todo el debate parece centrarse en el control político del agua.
La disputa puso en escena la ya conocida movilización indígena y campesina con las consignas de antes y la violencia reproducida para aplicar una táctica que ya ha dado resultados. Gritos, protesta, palo y amenaza para negociar.
Por un lado, un Gobierno sordo que quiere imponer su lógica de poder, por otro, una dirigencia forjada en la escuela de la imposición dejan a la Ley en un terreno pantanoso y hacen ver que el consenso es difícil de alcanzar.