El protagonismo de Trump como presidente de EE.UU. tiene una deriva bélica evidente.
Si hace una semana desataba un bombardeo contra una base militar siria como represalia por el uso de armas químicas, ahora el turno le tocó al autodenominado Estado Islámico (EI).
Con 36 bajas y la destrucción de túneles y cuevas, el ataque al enclave radical islamista en la provincia de Nangarhar, Afganistán, fue comunicado al Gobierno de Kabul. Otro grupo integrista de una facción diferente y que opera en la zona, el Talibán, condenó el ataque.
La megabomba no nuclear es un arma de 9.8 toneladas, se guía por GPS y fue usada por primera vez en un ataque, más allá de las pruebas. Es el arma más potente del arsenal estadounidense, por fuera de las armas nucleares.
El ataque responde a una oferta de campaña del republicano Donald Trump de ‘machacar’ con bombas al EI.
No hay una conexión aparente entre este ataque y el bombardeo en Siria de la semana pasada. Es sabido que el Régimen de Bashar al Assad es enemigo del EI, grupo terrorista que también ha atacado al ejército sirio y ha copado varias posiciones en ese país.
La ofensiva ordenada por el presidente Trump en ambos frentes coincide con su necesidad de legitimación interna. Pero la geopolítica se rige por otras lógicas. El mundo está inmerso en una fuerte tensión por los ataques de terroristas radicales en distintas partes del mundo. Los ataques recientes enrarecen más el escenario.