El juicio político que más polémica ha despertado en los últimos tiempos camina con dificultad, pues desnuda los obstáculos que el nuevo sistema impone a la facultad fiscalizadora del Poder Legislativo.
De las 800 causas anunciadas, han sido archivados varios casos en contra de altos cargos del Gobierno, por la fuerza política del bloque oficial.
El caso del Fiscal de la Nación, más allá del proceso judicial abierto por el atropellamiento y muerte de Natalia Emme, mantiene perpleja a la opinión pública. No se entiende la cadena de efectos sucedidos desde el accidente fatal: boletines explicativos de la Fiscalía, un remitido de prensa de empleados y fiscales distritales en apoyo a su jefe, y un enredado proceso de involucramiento institucional en una causa que debía mantenerse al margen del debate público, y nunca contaminar a la Fiscalía.
Varios legisladores del bloque de Alianza País (AP) se lo tomaron en serio. Pidieron primero la renuncia del Fiscal, y luego han buscado un juicio político cuyas pruebas desestiman algunos de sus coidearios.
En el camino han denunciado amenazas y han recibido un vendaval de palabras que irrespetan su investidura, así como desplantes y muestras de arrogancia que denigran el debate público. Así, se ha minado la credibilidad moral de quienes tienen en sus manos delicadas tareas inherentes a la administración de justicia, y una serie abultada de causas pendientes de estudio, investigación y despacho.
Un hecho inaudito es que el buró de AP opine sobre el juicio político, cuando es una decisión que debería ser potestad de los asambleístas.
Está en juego el verdadero rol de la Asamblea de fiscalizar a los poderes del Estado, como corresponde al sistema democrático. De lo contrario, todo sería una pantalla.