El dolor y la rabia invaden el espíritu de una sociedad civilizada cuando un caso de abuso sexual infantil se ventila.
Es la constatación de que estas prácticas no son hechos menores sino recurrentes en el país. Antes, hace pocos meses, el caso de una escuela del sur de Quito motivó una reparación en la que se colocó una placa para pedir perdón a las víctimas de abusos sexuales. Hubo cierta resistencia a cumplir con el dictamen de la sentencia judicial.
Hace un año un episodio se registró en un colegio privado del norte de la capital, y para defender al maestro se desplegaron muestras de solidaridad con el profesor acusado con rasgos de cobijo y protección de personajes públicos influyentes. En estos casos el espíritu de cuerpo es un síntoma más de la hipocresía y falsedad que se esconde en nuestra sociedad.
En Guayaquil actuó la Fiscalía, cuatro estudiantes contaron a sus padres los presuntos abusos. Manoseos y actos obscenos se escondían tras el comportamiento esquivo de los niños de siete años. Un profesor está detenido y otro no aparece. Es inaudito que autoridades de la escuela no colaboren con la justicia y no den la cara a los padres.
La ayuda sicológica ofrecida por las autoridades del ramo no es suficiente. Es hora de poner un alto a este tipo de actos abominables cuyos autores van disfrazados de educadores. Quizás la imprescriptibilidad de estos delitos sirva de cierto freno, pero hay un mal que late oculto, una enfermedad de fondo.