La sorpresa, el estupor y luego el dolor surcaron este jueves el lugar más visitado de Barcelona.
Las Ramblas es una avenida peatonal llena de quioscos y negocios, que siempre está repleta de gente, y mucho más en verano. Catalanes y extranjeros compartían con despreocupación el calor de la tarde. De pronto: el estruendo y la estupefacción.
La furgoneta, presumiblemente manejada por un terrorista que se dio a la fuga en medio del aturdimiento, sembró el pánico y dejó una estela de sangre inocente. Fueron largas cuadras de paso asesino desde la plaza de Catalunya hasta que se detuvo.
Las autoridades han señalado que los muertos son 13. En cuanto a los heridos, se trata de al menos 80 personas con diversos grados de afectación. Llegó el duelo, que oficialmente será de tres días, pero el alma desgarrada de las familias lastimadas no cura pronto.
Ante el hecho inesperado cerraron estaciones de trenes, autobuses y el aeropuerto. La zona fue cercada y no se dejó movilizar a la gente fuera de los almacenes. Es el efecto maléfico de un atentado, que busca el miedo general.
Es el mundo que ahora vivimos: gente dedicada a sus actividades habituales es atacada por radicales extremistas, que fluctúan entre el fanatismo religioso y el odio al distinto.
Barcelona hoy, París ayer, antes Niza o Estambul, atacadas para aterrorizar al occidente. Duele la miseria humana, una especie que crea maravillas y también se autodestruye. Duele Barcelona.