Parece increíble que a estas alturas grupos religiosos -una facción de uno de ellos, en realidad- agredan a otros por sus creencias. El episodio de las protestas, agresiones físicas y destrucción de imágenes en las afueras de un templo católico en Guayaquil nos retrotrae a las peores épocas de un oscurantismo religioso hace rato superado en el Ecuador. El Estado ecuatoriano es laico desde tiempos de Eloy Alfaro y, más allá de la separación de la Iglesia y el Estado, que funcionó en el siglo XIX, la Constitución garantiza la libertad de creencias de las personas, así como la profesión de fe a libre voluntad.
El Ecuador es un país mayoritariamente católico y en nuestro territorio conviven seguidores de otras corrientes del cristianismo y, además, fieles de otros cultos. Todos ellos merecen un espacio de expresión para divulgar su fe y profesar sus creencias. El episodio aislado pero violento de la semana pasada solo muestra una pequeñísima manifestación inaceptable de intolerancia que raya en la ilegalidad. Romper santos y atacar a los católicos que entraban a la iglesia es un absurdo.
Está claro, no todas las facciones ni sectas cristianas comparten estas reacciones.
Muestra de apertura ha dado el papa Francisco al reunirse con líderes de iglesias evangélicas y hasta escribir un libro -cuando era arzobispo- con un rabino judío. Es un ejemplo que vale la pena seguir.