Marzo pudiera ser definitivo en el debate del proyecto de Ley de Comunicación que el oficialismo ha intentado imponer sin éxito en la Asamblea Nacional.
La normativa transitoria aprobada junto a la Constitución daba un plazo perentorio para contar con una ley, pero las visiones maximalistas que el proyecto inicial del movimiento de Gobierno intentó aprobar forzaron bloqueos en el trámite legislativo.
Dos años después, la Legislatura sigue entrampada en su dilema. Ni siquiera el compromiso público y claro de un Acuerdo Ético Político entre las fuerzas parlamentarias para sacar una ley de consenso ha hecho posible una atmósfera propicia. El fantasma del poder gigantesco del veto presidencial ronda el debate y la violencia verbal del poder político contra la crítica y la prensa independiente amenazan la libertad de expresión, como se ha podido constatar en las incautaciones de medios privados para uso gubernamental, los juicios contra periodistas y medios de prensa y la salida de pantalla de periodistas polémicos cuestionadores del Gobierno.
Hay una tendencia continental cada vez más explícita en controlar, desde los regímenes autoritarios, a la prensa libre. La aprobación del Código de la Democracia, que podría imponer restricciones al ejercicio periodístico e impedir que se difundan planes y pensamiento de los candidatos en campaña, no se compadece con la cultura democrática y republicana: la libertad de pensamiento y de expresión, así como la alternabilidad en el poder. El anuncio de foros para “socializar” el proyecto de Ley de Comunicación -que no tiene los votos del Gobierno- puede ser una táctica de distracción para ganar tiempo e imponer un proyecto controlador de contenidos y sancionador de los críticos.