Hace algo más de un año Cristina Fernández de Kirchner ganaba holgadamente su segunda elección. Era el tercer período del Frente Para la Victoria en el Poder.
Pero las tensiones focales, siempre existentes, se fueron haciendo más persistentes. Primero indignó a la gente el cepo cambiario. El Estado impide comprar libremente dólares. Y ya se sabe que en economías que tienen una fuerte historia pasada de inestabilidad la moneda norteamericana confiere a la gente cierto grado de confianza. Un ‘seguro’ frente a lo que pueda ocurrir.
Se acumulaban también los descontentos que provocaban que la inflación que la gente sentía en la compra diaria de alimentos no tenía nada que ver con la cifra maquillada por el oficialismo. Una era la realidad y otra la estadística del Indec (organismo público).
Pero la crisis argentina tuvo dos detonantes. Las denuncias acumuladas contra el vicepresidente (considerado presidenciable para suceder a Cristina), Amado Boudou. Además, el intento de forzar cambios constitucionales para buscar una tercera elección presidencial produjo el rechazo generalizado.
Primero fue la gente común. El Gobierno intentó atribuir la protesta a una operación de la clase media y de los medios de comunicación con los que mantiene una guerra abierta, pero los cacerolazos se escucharon con fuerza.
Y luego fueron sus ex aliados, los poderosos dirigentes peronistas de la CGT, los que convocaron a la huelga general. Buenos Aires estuvo vacía. Los sindicalistas anuncian otra huelga más larga.
Además el 7 de diciembre el Régimen pretende patear el tablero de las frecuencias de radio y televisión. Pero la gobernabilidad es cada vez más frágil. Se acabó la luna de miel.