Con mucho más valor simbólico, crematístico y de supervivencia de la especie y su calidad de vida que la lotería más grande, se espera la vacuna.
El dolor por los miles de muertos, los millones de contagiados, de otros tantos millones de personas sin trabajo y una economía paralizada en todo el planeta, tornan esa espera en ansiedad. Es una angustia que se vuelve una pandemia en sí misma.
Cada anuncio genera, por poco, el lanzamiento de fuegos artificiales. Los seres humanos somos así: nos aferramos como a un clavo ardiente a alguna noticia positiva.
Muchas veces es cuestión de esperanza y emoción y no de ciencia pura y dura. Ya hace semanas, los medios del mundo, amplificados por las redes sociales, traían la noticia.
Vladímir Putin presentó el martes la vacuna Sputnik V, nombre de los satélites soviéticos en la carrera del espacio, que es a la vez el membrete de una agencia noticiosa rusa. La hija del líder la había recibido. Mucha gente cree que la solución ya está a vuelta de hoja.
Pero las pruebas son pocas: un grupo de adultos de entre 18 a 60 años. No se aplica todavía en niños; un científico de 69 años se la puso y se siente bien al cabo de algunos meses.
Pero justamente el rigor científico aconseja mayor prudencia. Pruebas, contra pruebas; distintos grupos etarios y humanos; receptores con distintos grados de enfermedades preexistentes y tiempo al tiempo.
Una vacuna no solo debe ser eficaz sino de duración comprobada. Por eso es que la otra parte del anuncio hay que tomarla con cautela. Ni los mismos científicos rusos ‘lanzan cohetes’ al viento, una forma gráfica de la esperanza que despierta Rusia.
Grandes laboratorios ya habían adelantado que habrá vacuna. Universidades de Inglaterra e Israel andan en ello desde hace meses. Lo mismo sucede en China.
Hay un problema adicional: la accesibilidad a la vacuna, cuando hay miles de millones de dosis ya compradas. Cabe la paciencia y la prudencia. La ansiedad no debe nublar la razón, aunque la esperanza de la gente se renueve todos los días.