La presentación de una denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por parte de un grupo de periodistas ecuatorianos y la respuesta del gobierno del presidente Correa han dado lugar a preocupantes desenvolvimientos.
Los periodistas tenían el derecho de acudir a la CIDH y al Gobierno le correspondía la obligación de responder. En la audiencia, los primeros hicieron su planteamiento con el apoyo de documentación escrita y visual, mientras el oficialismo optó por referirse a sus políticas en lo económico y social, cuya pertinencia y eficacia eran discutibles en la ocasión.
El Gobierno declaró que la CIDH podía visitar el Ecuador pero evadió cumplir con el requisito formal de invitarle. Cuando la Comisión se expresó preocupada por las cadenas oficiales y solicitó informaciones sobre el juicio que Correa sigue contra el diario El Universo, el Gobierno le acusó de parcialidad -por tener su sede en Washington- y de actuar bajo la influencia de la hegemonía norteamericana. Embarcado en la pendiente de las descalificaciones, anunció, además, que trabajará para que la OEA sea reemplazada por un nuevo organismo regional sin los Estados Unidos y Canadá, en cuyo seno se crearía una comisión de derechos humanos que habría de responder al espíritu latinoamericano y estar libre de la influencia anglosajona.
Tamaño disparate recuerda la equivocada y condenable decisión de Alberto Fujimori cuando denunció el Pacto de San José y decidió separarse de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, lo que puso en evidencia su autoritarismo e hizo llover sobre el Perú la crítica interna e internacional que terminó llevando a Fujimori a buscar refugio en el Japón.
¿Se olvida acaso que los derechos humanos son el resultado de una lucha de siglos que reconoce, entre otras, la característica esencial de su universalidad?
Una de las prácticas condenables de la política consiste en responder a los argumentos del adversario procurando descalificarlo como persona. Demostración de esta conducta contraria a la lógica y a la ética fue el reciente uso de una fotografía en la que aparecen juntos un periodista que se presentó ante la CIDH y un ecuatoriano al que se acusa de ser autor de graves delitos. Así se quiso negar la “autoridad moral” del periodista. ¡Qué superficialidad, qué mediocridad y qué injusticia!
Cuando una persona adquiere notoriedad, muchos buscan aproximarse a ella. ¡Con cuántos delincuentes no se habrán fotografiado los hombres públicos, sin siquiera saberlo! En ello no hay falta alguna. Lo condenable es usar el único argumento de una foto real o supuesta para descalificar a alguien, en cadena nacional, con fondos públicos que deberían destinarse a dar lecciones de sensatez, tolerancia y respeto y no para dar salida a resentimientos vanidades y odios.