A partir de la aventura de Colón, la exuberante geografía americana reavivó en la imaginación europea aquellos mitos que sobre el paraíso perdido habían permanecido adormilados desde la antigüedad. La crónica y la historiografía de los siglos XVI al XVIII contaminaron de fantasía la realidad del Nuevo Mundo al presentarla como tierra pródiga en utopías. Navegar más al occidente de las Columnas de Hércules significaba encontrase con la Atlántida, la isla de las Hespérides, la última Thule profetizada por Séneca y los jardines del Edén bíblico.
Antonio de León Pinelo fue uno de esos alucinados que creyeron hallar el Jardín de Adán y Eva en el corazón de las selvas sudamericanas. Pinelo, un judío converso cuyo abuelo había ardido en la pira de la Inquisición, deambuló por la maraña amazónica y cuando, al fin, preso de pavor, salió de aquel laberinto de lo verde, escribió hacia 1650 un extraño libro titulado “El Paraíso en el Nuevo Mundo”. Pinelo, tan proclive a la herejía como su abuelo, sostuvo que el Paraíso Terrenal, supuesta génesis de la Historia universal, se hallaba en la Amazonía, en la remota tierra de los quijos, jurisdicción de la entones Audiencia de Quito.
En el siglo XIX hubo un constante peregrinar de europeos cultos –escritores, artistas, científicos, exploradores- en busca de exóticas tierras tropicales en las que esperaban encontrar aquello que su decadente civilización les negaba: libertad, naturalidad, sencillez. Cierta burguesía refinada, pero culturalmente inconforme, deseaba escapar del tedio y la rigidez victoriana y buscar en Sudamérica la naturaleza salvaje, la vida en estado primitivo, la libertad que supuestamente reinaba en ella. No pocos optaron por lo incógnito: el misterio del África, la remota Polinesia.
Uno de los primeros en llegar a nuestro trópico -el ecuador: latitud 0- fue Alejandro von Humboldt, el prototipo del viajero sabio. Al finalizar la centuria una devota suya, alemana y andariega como él, la princesa Teresa de Baviera persistía en el empeño de buscar en las selvas amazónicas los secretos de la vida, el regreso al origen.
Por esa misma época, Joseph Conrad exploró el África negra, no halló rastro del Edén perdido sino el “corazón de las tinieblas”, ese infierno que había creado la enorme codicia de los colonizadores europeos.
El trópico es calor, humedad, naturaleza exuberante y podredumbre; es metempsicosis, laberinto, camaleonismo, cámara de espejos. Y también improvisación, insalubridad, desnutrición, violencia, inestabilidad política, subdesarrollo, revolución permanente. Quien piensa en esta tierra como un edén perdido debe recordar que aquí se apretuja el Tercer Mundo. En el trópico la vida se manifiesta más opulenta; el ser humano, en cambio, más pobre y necesitado. El contraste, la contradicción y la paradoja tejen la vida de sus hombres y, a la vez, destejen la historia de sus pueblos.