Bricolaje para armar ciudadanos

Tres meses de remodelación (un baño y una cocina) equivalen a un curso exprés de ciudadanía, sin pretensiones, en ánimo de bricolaje puro y duro. Ponerle cabeza, corazón y recursos a un proyecto de este tipo no deja indemne a nadie que pase por la experiencia. Una vez que algo ha sido –literal o figurativamente– levantado con las propias manos, la vida no vuelve a ser igual.

Primera lección: aceptar el compromiso. ¿Cómo se hace una casa sin estar de cuerpo presente, es decir, sin estar comprometido? La respuesta es simple: no se hace. Para lidiar con albañiles, permisos de todo tipo, distribuidores y cuanto ser humano tenga que ver con la obra, hay que estar dispuesto a llegar hasta el final. Igual que para lidiar con asambleístas, burócratas, presidentes, jueces, organismos de control, etcétera. Quien quiera construir una casa o un país, propios, tiene que estar ahí, controlar, negociar, ayudar a cargar. Y lo que sea necesario. Porque es propio, porque importa.

Segunda lección: tener paciencia. En planos, la obra estará lista en un mes, máximo en un mes y medio. En la vida real la obra se demora el doble o hasta el triple de lo planificado. Y no solo los ánimos, también los recursos, se acaban. El primer impulso es: beberle la sangre al arquitecto, a la señora de las cortinas, al albañil… a alguien. El razonamiento meditado, el comportamiento civilizado se traduce en: escuchar, ofrecer ayuda, ver cómo logramos entre todos que los procesos se agilicen. O sea, como debería ser en lo que atañe a la cosa pública. ¿Por qué queremos –y creemos que se puede– cambiar una realidad que se arrastra por siglos en un par de años, con dos que tres leyes o a punta de carajazos? Debe haber alguna manera (como con una tubería necia) de componer lo que está mal. Si en lugar de alocarnos, dedicamos más tiempo a encontrar soluciones, en todos lados (así como pasamos por cuanta ferretería haya para arreglar la bendita fuga de agua), seguro algo funcionará.

Tercera lección: procurarse información. Ingrato y estéril será el papel que nos toque, como dueños de casa o como ciudadanos, si no sabemos de lo que estamos hablando. Si el arquitecto nos habla de duelas y nosotros pensamos en la tina de baño; o si el Ministro dice enmiendas y no sabemos con qué se come eso. Si por desinterés optamos por la ignorancia, merecemos que nos pasen cosas malas: igual un lavabo en el que salpica toda el agua, que unas leyes que son letra muerta.

Y el ‘tip’ extra: tener una voluntad a prueba de balas. Porque no es fácil, porque más tarde o más temprano habrá que hacer reparaciones, volver a contratar plomeros, electricistas, asambleístas, presidentes... De eso se trata: ensayo-error, ensayo-error, algo que se arregla permanentemente y algo que se vuelve a dañar, una luz al final del túnel o un desagüe (o una ley) que huele muy mal. Es la modalidad de las casas y de los países. Nos toca escoger cómo la vamos a encarar.

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