El ambiente se calienta de forma peligrosa en el Ecuador y no precisamente por el indescifrable cambio climático, sino por la espontánea combustión que brota del pueblo cuando este, en su calidad de mandante, no se siente escuchado por sus mandatarios.
La descalificación permanente, el contraataque, el insulto y la estigmatización de los presuntos artífices de la protesta y del numeroso grupo de personas que han salido a las calles a mostrar públicamente su descontento, lejos de formar un cerco de seguridad para combatir el fuego, ha levantado vientos feroces que solo avivan las llamas.
El diálogo sería fructífero si es que se logra descender el nivel de conflicto con base en entendimientos preliminares que permitan restaurar, al menos en parte, las fisuras provocadas por mutuas desconfianzas. Jamás podrá tener éxito el diálogo si lo que se pretende es imponer una tesis utilizando la amenaza del garrote y el escudo de la soberbia. Jamás podrá alcanzarse un acuerdo concertado si se invocan el odio y la violencia por delante de la razón y la mesura.
Al parecer, en este lado del mundo todavía resulta difícil comprender que todos los gobernantes sin excepción son delegados del pueblo, que están a su servicio, que su cargo no tiene un origen divino y, en consecuencia, no son merecedores de alabanzas y plegarias sino depositantes temporales de encomiendas sujetas a la letra de la ley y al imperio ineludible de la Constitución. Resulta difícil comprender que uno de sus deberes primordiales es rendir cuentas a sus mandantes, escuchar sus pedidos y satisfacer en la medida de lo posible sus necesidades.
Al parecer, en este lado del mundo a los actores políticos todavía les cuesta alejarse del caudillismo feudal, despojarse del ánimo de señor y dueño, quitarse de encima la ilusoria corona real y cesar la fanfarria tropical para entregarse por entero a trabajar para el pueblo como uno más de sus servidores.
No existe ninguna posibilidad de dialogar cuando se desprecia y se aparta a quien piensa distinto, cuando se hostiga y se persigue a los opositores, cuando se viola la intimidad de los otros revelando conversaciones privadas y opiniones personales que, en democracia, jamás deberían haber sido publicadas, cuando se pretende dividir al pueblo entre buenos y malos, entre ricos y pobres, entre amigos y enemigos, en lugar de verlo como el poderdante único e inseparable para el que se gobierna.
Un verdadero líder no es el que más grita ni el que pronuncia insultos sobre una tarima, no es el que desafía con los puños ni el que se da golpes simiescos en el pecho, no es el que amenaza y humilla, peor aún el que, sin medir los riesgos, empuja al pueblo a jugar con fuego.
Un verdadero líder escucha, atiende, entiende y construye. Un verdadero líder es el que en los momentos más críticos, cuando el fuego está cerca, con serenidad, inteligencia y altura, convoca a la unión y a la cooperación de todos para evitar que alguien pudiera quemarse.