Si un extraterrestre llegara al Ecuador de estos días, encontraría un país cuyo gobierno intenta sacar adelante un diálogo social, con agenda y actores predeterminados, pero diálogo al fin y al cabo. Uno de los efectos de esta dinámica ha sido la decisión de dejar que corra el tiempo para las leyes de herencias y plusvalías, y eso es bastante.
Un extraterrestre también pudiera admirar cómo los representantes del Ejecutivo tratan de llegar a consensos con empresarios y banqueros para enfrentar dos semestres consecutivos de decrecimiento económico, al margen de la discusión de si se trata de una desaceleración o una recesión técnica y de cuánto pudiera durar la caída del precio del petróleo.
Seguramente ese visitante no notaría un ambiente especialmente cargado en contra de la libertad de expresión y de los medios privados, no solo porque en estas semanas ha disminuido la arremetida de los organismos creados con ese propósito con base en una Ley ominosa, sino por el repliegue, aunque con
amenaza, al final del caso Fundamedios.
El extraterrestre seguramente también observaría que las distintas instancias del Estado hacen un trabajo coordinado de prevención contra dos amenazas naturales de magnitud -el proceso eruptivo del Cotopaxi y el fenómeno de El Niño-, aunque por supuesto los réditos políticos estén más ligados a la capacidad de producir hechos comunicativos que a la eficiencia en sí misma.
El visitante imaginario vería, en fin, cómo las dificultades económicas agravadas por la naturaleza han llevado a un gobierno a volverse pragmático y hasta prudente, sin que eso signifique que hayan sido olvidadas las muletillas sobre el 30-S y la ‘restauración conservadora’ o que se arme una reunión progresista sin representantes de la izquierda nacional.
El extraterrestre no podría lamentar, porque lo ignora, el costo que ha debido pagar el país para llegar a un momento en el cual se intenta un diálogo y no se estigmatiza a quienes piensan distinto en nombre de las mayorías y la concentración del poder.
En el cual se da espacio a la iniciativa privada frente al monopolio del Estado, donde no se descarta la inversión privada y los banqueros no son un objetivo político. Tampoco podría lamentar las oportunidades que se perdieron en el camino, de haber llegado a consensos sin tanto estropicio y sin tanta confrontación. La importante inversión en sectores sensibles, como la educación, la salud y la infraestructura, no debía ser incompatible con un ejercicio del poder menos vertical y personalista.
La pregunta final que quizás no se haga el extraterrestre -y quienes han elegido, por miedo o comodidad, fungir ese papel en los últimos años- es si valía la pena un poder político tan concentrado en función de una bonanza económica pasajera, y si los verdaderos valores democráticos de una sociedad son los que salen a flote solo en las crisis.
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