Uno de los mayores cuestionamientos que recibe la diplomacia ecuatoriana ha sido, en estos últimos años, la de no ser muy diplomática. Incluso se lo dice desde el lugar común de que el ser diplomático es tener tino en las expresiones, Ecuador ha tenido muchos desaciertos.
El último de ellos es el apoyo a la tesis boliviana en su anhelada salida al mar y el diferendo territorial que mantiene con Chile. Lo dijo el lunes en Cochabamba, junto a Evo Morales y Nicolás Maduro. Lo curioso -y no es un dato menor- es que tres días después (ayer) se reunió con Michelle Bachelet. A los chilenos en general, incluyendo a los ministros de Estado, no les agradó para nada esta posición de cara a una visita de Estado.
Es obvio que les cayera mal expresiones de esta naturaleza y también que Bachelet se lo planteara a Correa. No se trata únicamente de principios de demandas territoriales (bien sabemos los ecuatorianos de lo que se trata eso), sino porque los dos países están en el proceso judicial en la Corte de La Haya.
Cualquier posición, por bien intencionada y por más justa que fuere, es de absoluta imprudencia en momentos así. Así fuesen amigos ideológicos, como Bolivia, o amigos históricos, como Chile -y realmente histórico en lo que fue un pasado conflictivo con Perú- ninguna declaración será bienvenida: una de las partes se sentirá perjudicada.
Es cierto que a veces la diplomacia es engorrosa, incluso antipática. Varias generaciones en el país se formaron en las escuelas con la frase de Federico González Suárez ante la invasión peruana de 1910: “Si es necesario que el Ecuador desaparezca, que desaparezca; pero no enredado entre los hilos diplomáticos, sino en los campos del honor, al aire libre, con el arma al brazo”.
Pero la diplomacia permitió que el Ecuador siguiera. Cuenta la leyenda que en 1942, en Río de Janeiro, dijeron a Julio Tobar Donoso, entonces Canciller, que primero aprendiéramos a ser país. Ese fue el segundo golpe luego de la firma del Protocolo. Otro país decía cómo debíamos ser, es decir: tuvo una posición.