La VIII Cumbre de las Américas ha sido objeto de numerosos comentarios desde cuando el Perú resolvió retirar la invitación que, como país sede, había previamente enviado a Venezuela. El Grupo de Lima respaldó la decisión peruana y uno o dos países se pronunciaron en favor de la asistencia de Maduro. De esta manera, se aplicó la Declaración de Quebec, adoptada en la III Cumbre, que dice: “cualquier alteración o ruptura inconstitucional del orden democrático en un Estado del Hemisferio constituye un obstáculo insuperable para la participación del gobierno de dicho Estado en el proceso de Cumbres de las Américas”.
El retiro de la invitación, por sí mismo, es una censura a los abusos antidemocráticos de Maduro, quien auspició una Asamblea Constituyente para aniquilar al Parlamento de oposición elegido por el pueblo y convocó a elecciones presidenciales adelantadas. El Ecuador ha mantenido una actitud confusa e incoherente al respecto. Mientras el Presidente Moreno declaraba que Maduro debía asistir a la Cumbre para que “cara a cara” se debatieran las acusaciones contra su gobierno, la Canciller Espinosa echaba flores a la “democracia” venezolana.
A pesar de los cambios políticos ocurridos en el Perú y de la renuncia del Presidente Kuczynski, la Cumbre se llevará a cabo. Al representarnos en ella, el Presidente Moreno tendrá la oportunidad de exponer, con absoluta claridad, las convicciones de nuestro pueblo. En primer lugar, deberá respaldar los principios básicos de la democracia, promover su vigencia y, por tal razón, favorecer el descarnado examen de la situación en Venezuela, cuya gravedad es tanta que la Fiscal del Tribunal Penal Internacional se ha referido a posibles crímenes contra la humanidad cometidos por Maduro, punibles con prisión de hasta 17 años.
Con el más legítimo orgullo y sin menoscavar el principio de no intervención en asuntos internos de los Estados, Moreno debería proponer que todos los Jefes de Estado reunidos en Lima apoyen y hagan suya la doctrina Roldós, consagrada en la Carta de Conducta de Riobamba y adoptada por la ONU en 1993, según la cual la comunidad internacional tiene la responsabilidad de actuar colectivamente en protección de los derechos humanos, cuando el Estado al que originariamente compete este deber no quiera o no pueda hacerlo.
Si así ocurriera, el Continente estaría rindiendo justo homenaje a la visión de Roldós y dando un formidable paso en defensa de la democracia, los derechos humanos y las libertades ciudadanas. De hecho, entonces, la Cumbre de Lima no habría sido improductiva. Y el Presidente Moreno limpiaría las obscuridades y balbuceos de una política internacional desorientada, ejecutada sin rubor por su revolucionaria y ambiciosa Canciller.