Durante años la relación fue conflictiva. El Estado quería controlar el nombramiento de eclesiásticos e impedirles su intervención en política cuando eran opositores. Los miembros de la jerarquía católica pugnaban por proceder en forma independiente, pero manteniéndose como funcionarios públicos, usando recursos del Estado, combatiendo a los gobiernos junto a los conservadores, censurando la prensa y el contenido de la educación oficial. Los dos poderes se enfrentaron por la vigencia del “Concordato”, un convenio con el Vaticano.
Con la Revolución Liberal, pese a la oposición del clero, se implantó el Estado Laico, un gran avance de nuestra historia. Así se separaron Estado e Iglesia, que se enfrentaron por décadas. En 1937 se firmó un nuevo acuerdo con el Vaticano, el “Modus Vivendi”, que mantenía la separación y establecía puntos de colaboración.
Desde entonces las relaciones entre Iglesia y Estado se han mantenido dentro de un marco de respeto, aunque no han faltado enfrentamientos. El “Modus Vivendi” estableció compromisos que a veces se olvidan o dejan de lado. Uno de ellos es que para la elección de obispos, la Iglesia comunicará previamente al Gobierno los nombres “a fin de proceder de común acuerdo y comprobar que no hay razones de carácter político general que obsten a tal nombramiento”.
Por otra parte, desde hace años y en forma creciente, el Estado ha entregado fondos públicos a la Iglesia, con los que se apoya a las misiones católicas de la Amazonía y se paga parte de los gastos de la educación católica. Los establecimientos fiscomisionales tienen pagado a todo su personal con recursos del Ministerio de Educación. Millones de dólares de endeudamiento externo del país han sido entregados a la jerarquía católica. El Estado se ha endeudado con la CAF y la Conferencia Episcopal ha manejado la plata.
Hay separación Iglesia-Estado y eso implica que no se invadan las respectivas competencias, pero que también se cumpla lo pactado en el “Modus Vivendi”, sobre todo si la Iglesia recibe gran cantidad de fondos estatales para sus actividades. Por otra parte, ningún tratado internacional puede limitar la obligación del Gobierno de garantizar el orden público.
El Presidente de la República debe respetar la separación del Estado y la Iglesia Católica, pero debe exigir que la jerarquía cumpla lo pactado en el “Modus Vivendi”. También debe precautelar el orden público y no puede permitir que, además de haber atropellado a un obispo dedicado por cuarenta años a su labor, se haya entregado la misión de Sucumbíos, sacando a los padres carmelitas, a una secta de fanáticos extremistas vestidos de paramilitares medievales, que ya tienen un lamentable currículum en otros países, sabiendo que serán causa de enfrentamientos en una de las provincias más conflictivas del país.