Sí, domesticar a la palabra, es decir, hacer de ella herramienta de las ideas, o canal de los sentimientos, o aliada de la imaginación y cómplice de los recuerdos. Domesticarla es pensar que fue el balbuceo inicial, el primer grito y el adiós postrero. Y que ha sido documento, historia, afirmación ante el poder, y refugio cuando había que evadirse. O nostalgia, si había que apelar a los recuerdos.
La palabra es la invención más inteligente y, a la vez, el estilete más agudo. El cincel que permite labrar testimonios de los sueños, novelas de la realidad, idear Quijotes, o Sanchos que hagan de su vida un interminable refrán. La palabra es archivo que guarda en la memoria, o en el libro, lo que escribió Camus sobre la rebeldía humana, o lo que intuyó Ortega acerca de la rebelión de las masas. Archivo de la desmemoria, de lo que no queremos mirar ni recordar, y por eso, mala conciencia que perturba y descubrimiento de lo que olvidamos, o de lo que silenciamos, porque, ¿quién no incurrió en el pecado de hacer un verso, en el secreto de llevar un diario, en la aventura de escribir una carta que nunca se fue?
Todo eso -la carta, la novela, la historia- exigen de sus autores aquello de la domesticación de la palabra, esa artesanía que permite transformarla de su crudeza primaria, de su rudimento y tosquedad, en instrumento con capacidad de evocación, con sonoridad y rigor. Domesticarla es hacer de ella espejo de la imaginación o testimonio de la verdad o máscara de la cobardía. Es lograr que tenga la rotundidad y fuerza para afirmar lo que defendemos y firmeza para gritar, o la ternura propia de la primera frase.
Pero la palabra, como todo lo humano, tiene su lado oscuro. Pertenece también al arrabal del insulto, a la perversión de la mentira. A veces llega como látigo que obliga a la obediencia, o como sentencia que condena, y lo que es peor, como mandato de silencio. Y entonces es instrumento innoble, pero es palabra al fin y al cabo.
La palabra es discurso, es ley. Es broma que provoca, chisme que rueda, noticia que alarma. Es conspiración, alzamiento, dictadura. Es libertad. La palabra es nombre. Es sitio, es toponimia, es dolor. ¿Qué no es la palabra? Es el padre que ya no está, el nieto que ilumina la vida, el hijo que habla y canta, el hermano, el vecino, el enemigo y el amigo. Somos todos. La palabra es como el poncho que abraza, como el camino que señala, como el día que viene aclarando. Es riesgo y angustia. Es alegría.
Domesticar a la palabra es hacerla nuestra, meterla en el texto esquivo que va tomando forma en la pantalla; es construir una conversación inteligente, o un coloquio decidor. Domesticar a la palabra es escribir, ir modulando las ideas sobre cada verbo o apoyar la arenga en el adjetivo.
Domesticar a la palabra es labrar algo que suscite y despierte en el circunstancial interlocutor la capacidad de soñar.