Se ha dicho una y otra vez lo difícil que es domesticar un tigre. Aunque parezca una gata gorda para calentar los pies, cualquier momento, no se sabe por qué, vuelve su lado indomable y mata al domador o al mimador que lo ha criado como mascota. También se ha dicho que el pueblo es así de rebelde, que no se deja domesticar. Pero los políticos nunca se rinden.
La historia se ha repetido con Artur Mas, presidente de la Generalitat de Cataluña, político que obtuvo un éxito mayor que el que merecían sus discretas cualidades. Gobernaba la región de siete y medio millones de habitantes con una cómoda mayoría de 62 diputados en un Parlamento de 135. Mas quería más y decidió apelar al viejo truco del nacionalismo, le ofreció a Cataluña nada menos que la independencia de España. Talvez no estaba convencido de que sea la solución, pero necesitaba algo así de grande para ocultar la bancarrota, obtener la mayoría absoluta y aprobar las medidas de ajuste que resultan ineludibles.
Sus propios compañeros de partido recelaban la audacia del caudillo nacionalista y se atemorizaban con el riesgo de dejar a Cataluña independiente y sola; fuera de la Comunidad Europea. Los separatistas, en cambio, veían todo consumado y se ocupaban en resolver los pequeños detalles como qué hacer con su idolatrado equipo de fútbol, Barcelona, si quedaba fuera de la liga española. El mismo día de las elecciones, el audaz comentarista que narraba el partido que jugaba ese día el Barcelona decía a los partidarios que no se hagan problema, que Barcelona es un equipo que sería aceptado en cualquier liga y daba por hecho que podía participar en el campeonato de Francia como el equipo de Mónaco.
Las manifestaciones, las encuestas, el fervor de los amigos y el temor de los enemigos, todo le decía a Artur Mas que iba por el camino correcto, que tenía domado al tigre, y adelantó las elecciones dos años, seguro de su triunfo. El pueblo no solo le negó los 6 votos que le faltaban sino que le quitó 12 de los diputados que tenía y terminó peor que antes. Con la bancarrota enterita, con las medidas de ajuste por delante, “amorcillado” por la derrota y obligado a pactar con sus adversarios para salvar la permanencia.
El error más común de los políticos es la credulidad, se lo creen todo; especialmente lo que dicen sus encuestadores. La vanidad les hace ver miles en los 4 pelagatos que aplauden a su paso; se sienten indispensables, se convencen de que han logrado domar al tigre. Las lecciones que deja la derrota del catalán son dos: que no conviene fiarse de la propaganda ganadora y su parafernalia y que el pueblo, aunque parezca domesticado, como el tigre, se rebela el momento menos pensado.