A estas alturas del partido me ha dado el primer dolor de muelas de mi vida. Solo en la noche, bañado por lágrimas que surcan la mejilla izquierda, iluminado por el martirio, empiezo a entender muchas cosas: entiendo el sistema de autopistas al nuevo aeropuerto de Quito, entiendo la adicción del doctor House al Vicodín, el destino de Brasil, cuyo precursor de la independencia fuera un dentista que arrancaba con pinzas el tormento de las muelas: Tiradentes, a quien colgaron y descuartizaron los portugueses.
Un dolor agudo y persistente tiene una gran virtud filosófica: te muestra el absurdo de la existencia y la relatividad de todo lo que no sea tu dolor. Como el asunto va por olas, cuando amaina el temporal me llega el recuerdo de ese cuento perfecto de García Márquez sobre el alcalde facineroso del pueblo, que soporta 5 días de tormento antes de acudir al dentista, hombre del bando opuesto. “Aquí nos paga 20 muertos”, le dice el doctor al extraerle la muela sin anestesia en un crujir infernal de huesos .
Para colmo, ni siquiera tiene buena imagen este suplicio porque los afligidos estamos del lado de los malos, en compañía de Teodoro Roosevelt, el del Gran Garrote, que murió a causa de un diente infectado, y del general Francisco Franco, caudillo todopoderoso de España, cuyos padecimientos dentales explicarían su mala leche, su crueldad y el exterminio de miles de republicanos.
Cuando el último ibuprofeno no produce otro efecto que incendiarme el estómago, improviso una jaculatoria entre cortada a San Cristóbal, patrono de los dolores de muelas, pero no pasa nada.
Entonces recuerdo que, en una especie de reingeniería celeste, Cristóbal fue degradado por el Vaticano en 1969. Digo, si a mí me bajan del santoral y quedo de simple encargado de los choferes de buses y los dolores de muela, renuncio y me voy de farra, con perdón de los devotos y alegría de las de botas. Quizá ya lo hizo y eso explicaría el desenfreno de los buseros. Otra opción es Santa Apolonia, a quien martirizaron rompiéndole los dientes, pero tampoco sé la oración precisa. Además, fue acusada de suicida pues ella misma se arrojó al fuego para no blasfemar contra Jesús.
La última tabla de salvación es el celular de un pana. Despierta asustado, claro, pero cuando detallo mis padecimientos dice, a modo de consuelo, que debería estar agradecido de que sea la primera vez en 60 años. Le faltó decir “disfrútalo”. Porque ahora resulta que soy un hombre afortunado, de manera que mis lágrimas y gemidos ya no son de dolor sino de júbilo y agradecimiento. En consecuencia, pido al Altísimo a que me recoja en su seno en los próximos 5 minutos. Caso contrario, podría matar a alguien y/o lanzarme al Machángara, no de cabeza sino de muela, para no fallar.