Siempre me ha llamado la atención la valentía de quienes pueden escribir con lucidez aun cuando estén atravesando por momentos difíciles. Christopher Hitchens, por ejemplo, elaboró una serie de ensayos –recogidos bajo el título “Mortalidad”– mientras veía cómo su cuerpo era consumido por un cáncer terminal.
Hume no solo hizo algo parecido, sino que invitó a sus amigos a verlo morir mientras platicaban sobre filosofía. (Muchos fueron solo para comprobar si, en la hora final, el pensador inglés pedía perdón a Dios, cuya existencia siempre negó).
Oliver Sacks –neurólogo de la Universidad de Nueva York, autor de “Despertares”, el libro que llegó al cine con Robert de Niro– publicó esta semana en The New York Times una carta conmovedora anunciando su muerte inminente.
El tono de la carta –que cita a Hume profusamente– se asemeja en mucho a las memorias que Alphonse Daudet escribiera sobre la enfermedad que padeció durante tantos años y que finalmente le llevó a la muerte. “En el país del dolor” se titula su libro y es, a mi modo de ver, el que logra describir con mayor veracidad, inteligencia y valentía el tránsito de la enfermedad a la muerte.
Daudet contrajo sífilis a temprana edad, algo común en el siglo XIX. Flaubert, Maupassant, Baudelaire y acaso Zolá también la padecieron. (En su “Diccionario de ideas aceptadas”, Flaubert definió la sífilis así: “Todos, más o menos, la sufren”).
Daudet contrajo sífilis terciaria, una enfermedad que afecta a los nervios en la columna vertebral. Tuvo ataques de dolor extremo que combatió con láudano y morfina. Desarrolló ataxia y afasia.
La ataxia hacía que perdiera el control sobre el movimiento de sus piernas, haciendo que pareciera “un afilador de cuchillos”, según sus propias palabras. (Daudet se refería a las personas que iban de casa en casa con una rueda de piedra que hacían girar con pedales).
“El dolor es siempre una novedad para el que la sufre. Los demás se acostumbran rápidamente a que tú la padezcas”, escribió Daudet. Por eso, a ese dolor hay que tratarle como a un invitado incómodo: ignorándolo por completo, concluyó el escritor francés.
Daudet también habló sobre los efectos colaterales de su medicación: pérdida de la memoria, manchas en la piel, mareos y ceguera progresiva. (Una vez le estuvo hablando por 15 minutos a una alfombra enrollada sobre una silla, creyendo que se trataba de su amigo, Edmond de Goncourt).
El dolor le alteraba totalmente los sentidos. Daudet cuenta que sufría de “ataques de lascivia” o que leer los ensayos de Montaigne le ponían frenético. Al final de estos textos emerge una persona valiente –como tantas otras que padecieron enfermedades terminales– que supo enfrentar su padecimiento con dignidad y estoicismo.